La mundialización del genocidio

Parece como si no hubiera ningún rincón de nuestras vidas que no estuviera sujeto a la mundialización. En los países ricos preocupa la deslocalización de las industrias, el alud de inmigrantes --que tanta falta hacen--, la pérdida de mercados. A las personas con mayores preocupaciones morales les angustia también la presunta culpabilidad de los países opulentos en la miseria de los pobres, incapaces de desarrollarse. Y cuando se desarrollan, como China o India, resulta que se transforman por arte de birlibirloque en amenazas.

Si la mundialización es tan ubicua e imparable, no deberíamos dejar que ámbito alguno escape a nuestra consideración. Una de las dimensiones que solemos olvidar es la de la mundialización de ciertas responsabilidades morales. Por ejemplo, la que tenemos en los genocidios que se cometen en el mundo.

La fecha en que se comenzó a tener conciencia de ello fue 1915. En aquel momento el Imperio Otomano se entregó a la destrucción física del pueblo armenio. El conocimiento paulatino de ese primer genocidio del siglo XX abrió paso a la noción de que todos, y no solo un Gobierno determinado, somos responsables de semejantes catástrofes. Kemal Atatürk y sus herederos, al fundar el moderno estado turco, perdieron la gran oportunidad de condenar al régimen sultánico otomano por sus desmanes genocidas.

Sus herederos, hoy, pretenden entrar en la Unión Europea sin reconocer el genocidio armenio, ni tampoco los derechos del pueblo kurdo. Que no se sorprendan si los europeos no aceptamos tal desfachatez. No somos mucho mejores que ellos. Contemplamos no ha mucho las matanzas en Ruanda y Burundi sin saber mandar una fuerza expedicionaria para ponerle freno. (Rusia no estaba en condiciones, puesto que andaba muy ocupada destruyendo impunemente Chechenia). En los Balcanes, hemos hecho el ridículo: sus ancestrales odios tribales tuvieron rienda suelta hace unos pocos años, ante los aspavientos de los gobiernos occidentales.

Hace un par de días, en un interesante debate sobre el presente y futuro de Europa, pedí a los allí presentes la práctica del intervencionismo pacificador europeo y la creación, bajo los auspicios de las Naciones Unidas, de zonas de protectorado. Un eurodiputado (buen amigo, por cierto) que compartía la mesa de quienes opinábamos adujo ante mi modesta proposición que la Unión Europea no poseía la fuerza militar adecuada para hacerlo. Ahí le duele. No la tuvimos en los Balcanes, y no la tenemos hoy.

En cambio, tenemos fuerzas militares para mandarlas a Mesopotamia. (Ese gran estratega, el entonces presidente del Gobierno español, José Maria Aznar, así lo pensaba: y las mandó, sin consentimiento de las Cortes ni otros miramientos). Sin ingenuidades: mandar una fuerza expedicionaria, aunque sea con mí- nimas condiciones democráticas, no es garantía de que se solucione todo. Véase lo que sucede ahora en Afganistán. Pero entre eso y la arbitrariedad oportunista hay un abismo. O en Darfur, donde el genocidio que practica hoy el repugnante Gobierno sudanés alcanza proporciones de cataclismo antihumanitario, con ya cerca de medio millón de muertos sin que hagamos nada sustancial. El presidente de EEUU, George Bush, va a acabar ignominiosamente su mandato diciendo una sandez tras otra sobre cómo implantar el modelo democrático yanqui en Irak --como si los odios y enfrentamientos entre sunís y chiís pudieran equipararse a la liza ente demócratas y republicanos en Arkansas o Illinois-- mientras no hace nada en Darfur. Sus amenazas retóricas contra Su- dán, en todo caso, son ahogadas por China y Rusia con su vil y sangrante veto en el Consejo de Seguridad. Vaya amigos tiene el genocidio.

Tras el invento nazi de la producción industrial del genocidio, muchos se juraron que algo tan monstruoso no podía suceder nunca más. Que la humanidad había llegado al fondo del abismo. Que, desde allí, únicamente podíamos ir hacia arriba; reconquistar paso a paso la dignidad de la persona humana; mundializar, efectiva y prácticamente, esa dignidad y respeto. De 1945 hasta el 2007 ha pasado ya más de medio siglo. Y no avanzamos. Recordamos Guernica, Auschwitz, Hiroshima para volver a ponerlas en práctica. Recordamos a las asociaciones cívicas altruistas y solidarias que hacen algo por los demás, y a veces hasta les entregamos algunos dinerillos para que sigan con sus buenas obras. Hasta nos permitimos algunas bromas de dudoso gusto sobre su buenismo.

Hay suficientes recursos para financiar y armar ejércitos de pacificación. Como los hay para acabar con la miseria del mundo. Gracias a nuestra estupidez, la desesperación, el fanatismo y la furia que se apoderan de los pueblos oprimidos repercutirán cada vez más sobre nosotros. El horror de las Torres Gemelas, de la estación de Atocha y del metro de Londres, lo han empezado ya a demostrar.

Para los cínicos --que suelen ser pragmáticos-- tal vez convenga echar mano de ese argumento para que hagan algo decente. En Darfur, en el Tíbet violado y humillado, o donde sea. Para los que no lo son, baste recordar que nunca, en toda la historia de la humanidad, la moral, como la libertad y la decencia, había sido una sola para todos los humanos. Se ha mundializado. Lector amable, para ti también.

Salvador Giner, sociólogo.