La náusea rusa

La historia de los sucesivos regímenes autoritarios rusos revela pautas recurrentes: sus caídas no se deben a golpes externos ni a sublevaciones locales. Por el contrario, tienden a colapsar por una extraña enfermedad interna: una combinación de creciente indignación de las élites consigo mismas y la conciencia del agotamiento del régimen. La enfermedad se asemeja a una versión política de la náusea existencial de Jean-paul Sartre y llevó tanto a la revolución bolchevique de 1917 como a la desaparición de la Unión Soviética gracias a la perestroika de Mijaíl Gorbachov.

Actualmente, el régimen del primer ministro Vladímir Putin se ve afligido por esa misma enfermedad terminal, a pesar del –o debido al– aparentemente impermeable muro político que construyó a su alrededor durante años. El simulacro putiniano de un gran régimen ideológico sencillamente no pudo eludir su destino. La ima

gen heroica y las acciones gloriosas del líder son actualmente blanco de diarias injurias. Y esos asaltos verbales ya no se limitan a voces marginales de la oposición; están tomando cuerpo en los medios dominantes.

Dos acontecimientos han acelerado bruscamente la caída de la confianza en el régimen de Putin, tanto entre la élite como entre los ciudadanos rusos comunes. En primer lugar, en septiembre, durante el congreso del partido político de Putin, Rusia Unida, Putin y el presidente Dimitri Medvédev formalizaron lo que todos preveían con el anuncio de la intención de Putin de regresar a la presidencia en marzo –declarándose virtualmente dictador vitalicio de Rusia–. Su cruzada por el liderazgo eterno no solo está impulsada por su sed de poder, sino también por temor a que algún día se le responsabilice por sus acciones. El segundo golpe letal al prestigio de Putin llegó con la inaudita escala del fraude perpetrado en las elecciones parlamentarias de diciembre. Según observadores fiables, como los fiscales electorales de la oenegé Golos (La Voz) y Citizen’s Watch, el fraude en favor de Rusia Unida resultó en una ventaja estimada del 15-20% para el partido ahora llamado de “ladrones y sinvergüenzas”. Y las artimañas empezaron mucho antes del día de las elecciones, con la prohibición de nueve partidos opositores.

Esos dos sucesos no solo han convertido el régimen de Putin en ilegítimo, también lo han tornado ridículo. Incluso si el régimen gana formalmente las elecciones presidenciales del 4 marzo, la suerte está echada. Lo que sucede hoy en Rusia es parte de un fenómeno global. A pesar de los extremos esfuerzos de Putin para aislar a Rusia y sus alrededores postsoviéticos, las tendencias antiautoritarias en las regiones cercanas (como el Medio Oriente) se están infiltrando.

Los votantes rusos, el establishment y los intelectuales presienten que el putinismo ya ha perdido. Es solo cuestión de tiempo hasta que los hechos conviertan en realidad esa derrota política. Y, cuando los líderes de otros regímenes autoritarios postsoviéticos –desde Alexander Lukashenko en Bielorrusia y Nursultán Nazarbáyev en Kazajistán, hasta el aspirante a Putin ucraniano Víktor Yanukovich– no sobrevivirán en el poder mucho tiempo.

De hecho, el autoritarismo ya estaba desapareciendo en la ex Unión Soviética, pero la crisis económica global detuvo el proceso. Georgia fue la primera en derrocar a los miembros de su partido comunista. La siguió Ucrania, pero debido a discordias internas, la presión del Kremlin y la indiferencia de la Unión Europea, la revolución naranja fue incapaz de cumplir su promesa de democracia. Ahora Yanukovich intenta revertir los avances democráticos en su país, pero se le está haciendo difícil, a pesar de haber arrestado a muchos de los líderes de la oposición. En Moldavia, hace tiempo que tiene lugar una transición real hacia la democracia. También en Kazajistán las muestras de descontento contra la presidencia vitalicia de Nazarbáyev se hacen oír cada vez más fuerte. Hasta los habitantes de la pequeña Osetia del Sur, anexionada por el Kremlin tras su guerra con Georgia en 2008, están resistiendo frente a los títeres locales del régimen de Putin.

En Rusia, la desaprobación masiva de la corrupta administración putiniana se está transformando en abierto desprecio. Lo que comenzó hace unos meses como una actitud de protesta se ha convertido rápidamente en una norma social. Detener ahora a los manifestantes es prácticamente imposible. Si Putin desata su desarrollado aparato de coerción, habrá jugado la última carta que le queda. Cualquier intento por recurrir a la fuerza bruta para reprimir las manifestaciones acabaría con la legitimidad del régimen. “Todos entendemos –me confió recientemente uno de los ideólogos líderes del Kremlin– pero no podemos alejarnos. Vendrán por nosotros al instante. Así que tenemos que continuar corriendo, como ardillas enjauladas. ¿Por cuánto tiempo? Mientras podamos...”.

Quienes anticipan que el colapso de la dirección actual será un arriesgado salto hacia lo desconocido están en lo cierto. Pero se equivocan si creen que mantener este Gobierno es más seguro. Rusia debe liberarse, de una vez y para siempre, de la corrupción sistémica del putinismo; de lo contrario, ésta consumirá al país.

Por Andrei Piontkovsky, analista político ruso y miembro del consejo político del Movimiento Unido Democrático Solidarnost. © Project Syndicate

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