La necesaria transparencia de los partidos

Que los partidos han acentuado su papel en su función de su participación en la dirección, personal y programática, de los poderes del Estado, además de la clásica función representativa de la voluntad popular, está fuera de toda duda. Como reconoce nuestro Tribunal Constitucional, entre otras en la sentencia 56/1995, los partidos son «actores privilegiados del juego democrático (que) deben respetar en su vida interna unos principios estructurales y funcionales democráticos mínimos al objeto de que pueda manifestarse la voluntad popular y materializarse la participación en los órganos del Estado a los que esos partidos acceden».

Pues bien, como ha venido a afirmar un sector de la doctrina, no sin cierto sarcasmo, se ha producido una evolución de una democracia parlamentaria, que en su concepción tradicional tenía al diputado como eje fundamental de funcionamiento, a una democracia de partidos, por la que, a través de mecanismos como las listas cerradas y el criterio proporcional de representación, al parlamento acceden sólo los delegados de los partidos. Se habla incluso de democracia plebiscitaria a favor de los líderes políticos, pero sin que exista una representación directa de los ciudadanos pertenecientes a un determinado distrito a través de su diputado elegido, realizándose la adopción de las decisiones en un ámbito cerrado y anterior al debate, en el seno de las reuniones de los dirigentes. Finalmente, este sistema de democracia de partidos ha degenerado en lo que se denomina partitocracia, donde el poder de los partidos se ha expandido transversalmente hacia todos los poderes del Estado, eliminando o al menos alterando el sistema de pesos y contrapesos propios de la democracia liberal, provocando no pocos episodios de tensión y funcionamiento impropio de las instituciones.

En definitiva, para una adecuada regeneración política, no resulta suficiente con los trabajos realizados en sede parlamentaria, y que de momento no han cristalizado en ningún nuevo texto o modificación de alguno ya vigente, a pesar de las contribuciones publicadas por insignes teóricos del Derecho, ni tampoco hay que estimar adecuados los parches establecidos ad hoc para la renovación de determinados órganos, alguno constitucional, sino que la ciudadanía demanda gestos más comprometidos, análogos al período constituyente.

Un repaso a la actualidad política de nuestros días nos permite entender que se deba situar cuanto antes como centro de debate el desarrollo de las actividades que constitucionalmente se les atribuye a los partidos. En estrecha relación está la manera en la que, una vez celebradas las elecciones, los partidos acceden al Gobierno y nombran en cascada a los titulares de los diversos órganos que vertebran la administración territorial e institucional, con criterios quizá demasiado políticos, y en la manera en que tales órganos adoptan decisiones y, como complemento, la forma de evitar que se produzcan situaciones en las que existan conflictos de intereses.

No existe en nuestro Derecho un concepto de lo que debamos entender por alto cargo, ni mucho menos un régimen jurídico unitario del mismo, sino que estamos en presencia de un «concepto social que no ha sido definido hasta el momento por el ordenamiento jurídico», según respuesta del Gobierno a la pregunta formulada por el entonces diputado de la oposición Rodríguez Zapatero el 2 de julio de 1996. Hoy, 14 años después, casi seguimos en las mismas. Lo que sí tenemos claro, porque lo dice nuestra Constitución, es que existe una distinción clara entre Gobierno y Administración (art. 97), pero es que además el Gobierno es el máximo órgano de la Administración. Se trata, en definitiva, de articular un régimen jurídico en el que se combine con mayor claridad las funciones políticas del Gobierno por un lado y los requisitos de la función pública directiva en base a los principios de mérito, capacidad, publicidad y la idoneidad de los directivos, por otro.

En nuestro país se ha promulgado la Ley 7/2007 con la expresiva rúbrica de Estatuto del Empleado Público (EBEP), que regula en su artículo 13, de manera escueta y necesitada de desarrollo legislativo tanto de la Administración central como autonómica, el denominado «personal directivo». Pues bien, lo que no debe demorarse más es una regulación unitaria del régimen jurídico del conocido como alto cargo, porque en la Administración central hay que acudir a diversas normas de carácter disperso y fragmentario. Por otro lado, debe avanzarse el desarrollo respecto de la persona que realice funciones directivas.

En definitiva, deben precisarse de forma clara y transparente cuestiones tales como qué se entiende por conflicto de intereses y el correspondiente régimen sancionador, transparencia en sus remuneraciones, dedicación exclusiva, deber de inhibición y de abstención, régimen de compatibilidad con actividades privadas, y sus respectivas obligaciones de declarar bienes y derechos, con la correspondiente regulación del registro de dichas declaraciones y el régimen sancionador, en el que se prevea su acceso, a diferencia de lo que ocurre hoy, de los órganos de inspección y control.

Estas reglas generales, en el contexto de evitar situaciones corruptas e implementar sistemas trasparentes, deben generalizarse y precisarse de manera más exigente respecto de aquellos empleados que tengan a su cargo funciones relativas a la adjudicación de contratos, subvenciones, autorizaciones y licencias, temas de urbanismo, y en general a quien ejerza funciones de supervisión y control de mercados regulados, inspección y sanción sobre particulares y empresas.

Carlos Herencia de Grado es subdirector adjunto adscrito a la Fiscalía del Tribunal de Cuentas.

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