La necesidad de aprender a ser un buen ciudadano

Por José Antonio Marina, catedrático de Ética, filósofo y escritor. Su última obra publicada es Por qué soy cristiano (EL MUNDO, 08/06/06):

La recién aprobada Ley de Educación implanta una nueva asignatura -Educación para la ciudadanía- que ha levantado indignaciones, recelos o ambas cosas a la vez. Se ha visto en ella una herramienta de adoctrinamiento político en manos del Gobierno, o un sinuoso ataque del laicismo contra la educación religiosa. A mí me parece, ante todo, una gran oportunidad. La escuela va al encuentro de los problemas sociales y eso es bueno.

Para evitar que los prejuicios o la falta de información oscurezcan el debate, quiero explicarles de qué estamos hablando. La Educación para la ciudadanía no es más que una educación ética ampliada en una doble dirección. Por un extremo, se acerca a la psicología, incluyendo la educación sentimental, que todo el mundo reclama. ¿Cómo gestionar las propias emociones? ¿Cómo fomentar los sentimientos que facilitan la convivencia justa? ¿Cómo enseñar a resolver pacíficamente los conflictos? Por el otro extremo, se prolonga hacia la participación política. Nuestros jóvenes deben saber que un sistema democrático no es el régimen de la sopa boba, sino un proyecto ético de gran magnitud, que se basa en derechos y en sus obligaciones recíprocas. En realidad, se trata del programa de Aristóteles, para quien la Ética -ciencia de la felicidad privada- pretendía la formación de un buen carácter y estaba ordenada a la política, que era la ciencia del bien común.

Para mucha gente, la figura del ciudadano pertenece a la tipología romántica de la Revolución Francesa y está pasada de moda. Si es así, habrá que actualizarla de nuevo. La ciudad es el símbolo de la sociedad organizada, regida por leyes. No es una mera agregación de individuos, sino un modo de convivir, de estar vinculados. En nuestra cultura, hablamos de ella con palabras que remiten a una triple etimología: urbe y civitas (latinas) y polis (griega). Son origen de nobles palabras que resumen el contenido de la asignatura en cuestión: urbanidad (los modales necesarios para vivir en la ciudad y no en la selva), civilizar, que según una definición antigua era «volver civiles y dulces las costumbres y las maneras de los individuos y someterlas a la justicia del derecho». Y, por último, política, que es el modo de gobernar justamente la ciudad.

El centro de la ética es la persona, sin duda. Pero la figura del ciudadano no quita nada a ese concepto, sino que le añade dimensión real y comprometida. Daré por bueno que los derechos fundamentales se fundan en la persona. Sin embargo, el acceso real a esos derechos se consigue en la ciudad, en la ciudad justa, por supuesto. Los seres humanos que viven bajo terribles tiranías o bajo el imperio de la corrupción -o el apátrida, como señaló conmovedoramente Hannah Arendt- poseen metafísicamente todos sus derechos, pero en la realidad carecen de ellos. El buen ciudadano es el que construye la ciudad justa, de la que no va a recibir sus derechos -que son previos-, sino la posibilidad de disfrutarlos. Ésa es la grandeza del concepto de ciudadano, que no es restrictivo ni hostil, sino expansivo, práctico y creador.

Con esta asignatura la escuela responde a las necesidades de la sociedad. Todos estamos preocupados por problemas dramáticos y complejos, como el aumento de la violencia juvenil, el abuso de las drogas, los embarazos de adolescentes, el racismo, la discriminación, los accidentes de tráfico, las enfermedades de transmisión sexual, el vandalismo ciudadano, el fracaso escolar, el desinterés por la cosa pública, etcétera. Cada vez que aparece alguno de estos problemas, la sociedad se vuelve hacia la escuela, pidiéndole que intervenga. Hay una demanda generalizada, a la que el sistema educativo debe ser receptivo.

En las últimas semanas he participado en actos organizados por el Plan Nacional de Drogas, el Proyecto Hombre, la FAD, el Ayuntamiento de Granada, la Consejería de Bienestar Social de la Comunidad Valenciana y la Policía Municipal de Barcelona. En todas ellas se habló de problemas sociales importantes y de la necesidad de que la escuela colabore en su solución. Ya sé que la educación no puede resolverlo todo, pero me temo que sin ella no se arregle nada.

Aunque los problemas son muchos y variados, su tratamiento pedagógico es posible porque tienen raíces comunes y soluciones comunes también. Les pondré un ejemplo que sirve de paso para esclarecer más cosas sobre la asignatura. Todos queremos que nuestros jovenes sean responsables, es decir, que sepan tomar las decisiones correctas, para que no tengamos que someterlos a una vigilancia agotadora que acaba produciendo efectos nefastos. La responsabilidad tiene un componente psicológico -ser responsable de mis actos, actuar consciente y voluntariamente- y otro componente ético: respecto de qué y de quién soy responsable. Necesitamos que el médico que nos atiende sea responsable, y también el profesor, el político, y el ciudadano en general. Son responsables las personas que cumplen los deberes propios de su condición, estatus, profesión o situación, los que son capaces de prever las consecuencias de sus actos y planificar su comportamiento para evitar las malas. Parece indudable que debemos educar a nuestros alumnos para que sean responsables y se comporten como tales en los estudios, el consumo de alcohol y drogas, el sexo, la conducción, el uso de los espacios públicos, la convivencia en la escuela o la participación política. De lo que estamos hablando es de educación de la libertad, porque no nacemos enseñados y la libertad se aprende de igual modo que se aprende una lengua.

Uno de los ataques más torpes contra este tipo de enseñanzas viene de los escépticos morales, que creen que no se puede conseguir un consenso en los valores y aspiran a una escuela neutral. No hay escuela neutral. Siempre se están transmitiendo valores, queriendo o sin querer. No se puede no educar.

Cuando en los 80 se comenzó a implantar en Estados Unidos la educación en valores, se levantaron críticas muy violentas que negaban su posibilidad. El New York Times y el Washington Post se quejaron de que se cargaba a la escuela con un problema que las sociedades pluralistas eran incapaces de resolver. Han pasado 20 años y en este momento nadie se atreve a dudar de la necesidad de esa clase de educación. La National Academy of Sciences de Estados Unidos ha publicado recientemente un importante estudio titulado From Neurons to Neighborhood, en el que recomienda que se incluya algún tipo de enseñanza para atajar problemas sociales en los planes de estudios aunque haya que reducir los horarios de otras asignaturas, como Lengua y Matemáticas, lo cual es mucho decir.

En España, muchos malintencionados, o poco instruidos también, piensan que este tipo de educación es imposible. ¿Cómo vamos a poner de acuerdo a los que admiten el aborto y a los que lo niegan? ¿A los que defienden la eutanasia y a sus contrarios? ¿A los que están contra o a favor del uso de embriones con fines terapéuticos? Fijarse exclusivamente en esos problemas, sin duda conflictivos, impide darse cuenta de que nuestra convivencia se basa en un acuerdo fundamental en valores éticos. La Constitución positivizó cuatro de ellos: libertad, igualdad, justicia y pluralismo político. Los puso a todos en relación con la dignidad de la persona, como fundamento de los derechos, e incluyó la Declaración de los Derechos Humanos, como principio normativo. Éste es el criterio fundamental para los valores éticos que la nueva asignatura debe defender, promover, y conseguir que se lleven a la práctica. Lo que tiene que hacer es conseguir que en la convivencia diaria se acepten, se comprendan, se sientan; que nuestros niños adquieran hábitos de compasión, respeto, justicia y responsabilidad social. Lo importante es que los ciudadanos razonen bien en temas morales, tengan buenos sentimientos y se comporten justamente.

¿Por qué les explico este asunto que puede sonarles tan académico y lejano? Porque sería magnífico que la sociedad entera colaborara al éxito de esta nueva asignatura. Pienso que «para educar a un niño hace falta la tribu entera», y es bueno que la tribu sepa lo que en la escuela queremos hacer, y que nos ayude a hacerlo. Debemos dejar de quejarnos de lo mal que está la educación y poner manos a la obra para mejorarla. Todos, por supuesto.