La necesidad de los monstruos

Que somos vulnerables lo sabemos todos, pero no todos estamos dispuestos a serlo, ni mucho menos a reconocerlo. Viendo los documentales de Steven Avery y Amanda Knox está muy claro: podríamos, y de hecho somos, inocentes, pero podemos ser también culpables. Steven Avery estuvo ocho años en la cárcel, condenado por una violación que no cometió. El caso era extraño, porque las pruebas no apuntaban a él, y sin embargo fue el único sospechoso. Cuando se descubrió, años más tarde, y gracias a los avances científicos, que no era culpable, fue puesto en libertad.

Dos años más tarde, cuando se disponía a demandar a la fiscalía por los errores y las confusiones que lo obligaron a permanecer en la cárcel durante tantos años siendo inocente, hubo un asesinato en la comunidad. Avery volvía a ser el foco de atención, y lo retuvieron incluso antes de tener pruebas. El coche de la víctima estaba escondido en su desguace, y había ADN en sitios estratégicos... Pero no estaba claro que Avery fuera el culpable. El caso era extraño, contradictorio y desasosegante. ¿Y si lo volvían a encarcelar y era inocente, de nuevo? ¿Y si fue inocente de la primera violación pero los años en la cárcel lo han convertido en un asesino? Las preguntas eran y son tantas que crean una gran confusión. Los abogados de Steven Avery consiguieron dar con los puntos flacos de la fiscalía, pero el jurado popular lo declaró culpable.

Amanda Knox era una estudiante de 23 años, de Seattle, que se había ido a Perugia, Italia. Había conocido a un chico y las cosas le iban bien, hasta que un día, volviendo a su casa por la mañana después de pasar la noche con él, encuentra sangre y la puerta de la habitación de su compañera de piso cerrada. Amanda recurre a su novio y le cuenta la situación. Cuando vuelven y llaman a la policía, ellos son los primeros sospechosos. Igual que Avery, aunque las pruebas no son del todo concluyentes, van a la cárcel como únicos culpables. La prensa, en ambos casos, ayuda a engrandecer las figuras monstruosas de Avery y Knox. En ambos juicios hay mucha contradicción, actitudes extrañadas, momentos inexplicables, declaraciones forzadas... y una ausencia total de ADN en el lugar de los hechos. Como en el género negro, cuando parece que vas a conocer quién es el asesino, vuelven a encontrar una pista que cambia por completo la escena del crimen. Es imposible saber si son culpables o inocentes, pero la campaña popular y periodística ya se ha encargado de ensuciar las historias.

Conociendo estos dos casos sabemos de la vulnerabilidad a la que estamos expuestos, pero no es solo una vulnerabilidad frente a la justicia y el sistema. Amanda Knox, al final del documental, reflexiona acerca de lo que le ha ocurrido, y da con las palabras precisas: todos tenemos miedo de los monstruos, pero más miedo aún de que los monstruos seamos nosotros mismos. ¿De ahí, entonces, la necesidad de señalar a otros, para alejar la monstruosidad de nuestro lado? El monstruo solo puede ser uno: si lo es Amanda, los demás estamos a salvo. Las familias de las dos mujeres asesinadas necesitan que haya un culpable, y el sistema judicial les está ofreciendo dos cabezas: Knox y Avery, en cada caso.

Es demasiada la tentación y el consuelo. ¿Cómo van a renunciar a esa leve tregua que supondría tener entre rejas a quienes torturaron y mataron a sus hijas y hermanas? ¿Y cómo va a aceptar la policía que las personas que lo hicieron se les hayan escapado? Una vez han señalado a alguien, no pueden desdecirse: qué clase de autoridad les quedaría. Nos deja mucho más tranquilos creer que ya han sido cazados y no tendrán oportunidad de volver a cometer ningún crimen. Descansamos mejor si sabemos qué aspecto tiene el monstruo, si lo tenemos donde queremos, haciendo lo que queremos que hagan. Independiente de si Knox y Avery son inocentes o culpables, el debate es amplio y nos ataca directamente a nosotros, a la fragilidad de la que no queremos hacernos cargo.

Por una parte, si son culpables, son como tú y como yo. Eso ya nos asusta. Como también nos asusta que una culpabilidad sea tan difícil de demostrar: no es evidente, las versiones se contradicen. Es decir, no está en nuestra mano detectar el mal, o no siempre. Por la otra, si son inocentes, son también como tú y como yo. Eso nos asusta todavía más: podríamos ser inocentes y que no importe. La verdad también es difícil de demostrar. Los monstruos siguen campando a sus anchas, aún no los han señalado, pero todos creerán que mientras el monstruo seas tú o yo, Steven o Amanda, no lo serán los demás.

Jenn Díaz, escritora.

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