La necesidad de reevaluar la reducción de las emisiones

Ya sea en las cumbres sobre el cambio climático celebradas por las Naciones Unidas o uno de los muchos foros sobre “crecimiento sustentable”, los recursos renovables y el aumento de la eficiencia energética suelen verse como la solución al calentamiento global. Hasta la industria del carbón ha adoptado criterios de eficiencia en su Comunicado de Varsovia, dado a conocer poco antes de la cumbre COP18 de la ONU en noviembre pasado. Sin embargo, si examinamos con atención el sistema energético global y, al mismo tiempo, comprendemos mejor el reto de las emisiones, veremos que es probable que los combustibles fósiles sigan predominando durante este siglo, lo que significa que bien puede ocurrir que la captura y el almacenamiento de carbono (CCS, por sus siglas en inglés) sea la tecnología esencial para mantener a raya el cambio climático.

La atención generalizada sobre la eficiencia y la energía renovable procede de la diseminación de la Identidad Kaya, desarrollada en 1993 por el economista japonés Yoichi Kaya, quien calculó las emisiones de CO2 al multiplicar la población total por el PIB per cápita, la eficiencia energética (uso de energía por unidad de PIB) y la intensidad del uso del carbono (CO2 por unidad de energía). Puesto que es muy poco práctico concitar apoyo para propuestas que se basen en el control del crecimiento demográfico o en limitar la riqueza individual, los análisis que hacen uso de la Identidad Kaya tienden a pasar por alto los primeros dos términos, haciendo así que la eficiencia energética y la intensidad del uso del carbono se conviertan en los determinantes más importantes del total de las emisiones.

Sin embargo, esta cómoda interpretación no corresponde a la realidad: el hecho es que la velocidad a la cual se emite CO2 al sistema oceánico-atmosférico es varios órdenes de magnitud mayor que la velocidad con la que regresa a su almacenamiento geológico mediante procesos climáticos y de sedimentación oceánica. En este contexto, lo que realmente importa es la cantidad acumulada de CO2 que se emite a lo largo del tiempo: así lo reconoce el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático en su Quinto Informe de Evaluación, publicado recientemente.

Desde que la era industrial comenzara hace unos 250 años  se han lanzado a la atmósfera cerca de 575 mil millones de toneladas de combustible fósil y carbono fijado a la tierra (más de dos billones de toneladas de CO2), generando un cambio en el equilibrio global del calor y un probable aumento de 1ºC en la temperatura de la superficie (la mediana de una distribución de resultados). Al paso actual, ya en 2040 podríamos llegar al billón de toneladas de carbono, o cerca de 2ºC de calentamiento.

No se trata de una visión acorde con los mecanismos predominantes para medir los avances en la reducción de las emisiones, que apuntan a resultados anuales específicos. Si bien reducir el flujo anual de las emisiones para, digamos, 2050, sería un paso positivo, no necesariamente garantizaría el éxito en términos de limitar el ascenso final de la temperatura global.

Mirado desde una perspectiva climática, el ascenso de la temperatura a lo largo del tiempo es probablemente más una función del tamaño de la base de recursos de combustibles sólidos y la eficiencia de su extracción a un precio de la energía dado. A medida que se eleva la eficiencia de la cadena de suministro, también lo hace la extracción y el uso eventuales de los recursos y, en último término, la acumulación de CO2 en la atmósfera. Todo esto implica que la eficiencia puede convertirse en un impulsor, más que una limitante, del aumento de las emisiones.

De hecho, desde la Revolución Industrial la eficiencia a través de la innovación ha revolucionado apenas unos cuantos inventos básicos de conversión de energía: el motor de combustión interna, el motor eléctrico, la bombilla eléctrica, la turbina de gas, la máquina a vapor y, últimamente, el circuito electrónico. En todos los casos, el hecho de que se haya ganado en eficiencia ha producido un mayor uso de la energía y el aumento de las emisiones, gracias no en menor medida a que haya mejorado el acceso a la base de recursos fósiles.

Las iniciativas de los países de depender más de fuentes de energía renovables adolecen de una ineficacia similar, puesto que la energía de combustibles fósiles desplazados sigue siendo económicamente atractiva, por lo que tarde o temprano se acabará por utilizar. Y en el caso de economías en rápido desarrollo como China, el despliegue de energías renovables no está reemplazando para nada los combustibles fósiles; en lugar de ello, sirven de complemento a un de por sí limitado suministro de combustible con el fin de acelerar el crecimiento económico. En pocas palabras, es posible que no sea lo más inteligente apostar a que la adopción de las energías renovables supere en ritmo el crecimiento impulsado por la eficiencia y suponer sin más que si se eleva la eficiencia la demanda ha de bajar.

En lugar de ello, las autoridades deberían adoptar un nuevo paradigma climático centrado en limitar la acumulación de emisiones. Para ello se necesita, antes que todo, reconocer que, si bien las nuevas tecnologías energéticas acabarán por superar a los combustibles fósiles en lo económico y en términos prácticos, la demanda de combustibles fósiles para satisfacer las crecientes necesidades energéticas seguirá dando pie a su extracción en las próximas décadas.

Lo que es más importante, esto resalta la necesidad de una política climática centrada en el despliegue de sistemas de CCS, que hacen uso de una variedad de procesos para capturar CO2 a partir del uso de combustibles fósiles, para guardarlo luego en formaciones geológicas subterráneas que le impidan acumularse en la biósfera. Después de todo, consumir una tonelada de combustible fósil pero capturar y guardar sus emisiones es muy diferente a cambiar o retardar su consumo.

Lamentablemente, sigue siendo difícil establecer un marco de políticas basadas en esta forma de ver el tema. Hace poco la Unión Europea hizo público un marco de trabajo de políticas climáticas y energéticas para 2030 en que el énfasis se ponía en políticas internas que apuntaran a elevar la eficiencia e instalar energías renovables. Si bien se mencionan las CCS, está por verse si la UE se compromete a su despliegue.

El verdadero reto para 2030 y los años siguientes será concitar apoyo y voluntad política para las CCS, en lugar de enfoques derivativos que malinterpreten la naturaleza del problema.

David Hone is Chief Climate Change Adviser at Royal Dutch Shell. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.

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