A medida que se aproxima el referéndum británico sobre la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea, vemos que aumenta la angustia existencial en los centros de poder europeos: ¿cómo será la UE sin Gran Bretaña? ¿Tendrá que evolucionar el proyecto europeo? ¿En qué sentido? La inquietud nace de un miedo muy concreto: el del contagio centrífugo a otros Estados miembros.
Este temor reafirma a la mayoría de los dirigentes en la voluntad de consolidar la UE. ¿Pero una UE de 27? ¿De 23, el espacio Schengen? ¿De 19, la zona euro? Sin olvidar la propuesta de algunos sabios venerables como Etienne Davignon de que “los Estados que lo deseen vayan más allá y profundicen su unión”.
Ahora bien, las ideas mencionadas son víctimas de una paradoja. Todo el mundo sabe a la perfección que la UE debe incrementar su eficacia y su capacidad de decisión, que son las únicas cosas capaces de impulsar una integración más dinámica, es decir, una soberanía más compartida. Pero todo el mundo sabe también que eso es lo que menos desea la opinión pública de los distintos países: la prueba es el éxito de los populistas y los euroescépticos en todos los comicios.
¿Entonces, qué? Con el pretexto de que la profundización es imposible de vender, ¿la UE está condenada a escoger entre una reparación lenta y discreta, que la dejaría paralizada, o una desintegración gradual, jirón a jirón?
Sea cual sea la vía elegida para mejorar la Unión, será imposible hacer nada si no se obtiene cuanto antes un apoyo masivo de los ciudadanos.
Para recuperar en parte esa confianza es necesario ofrecer una solución, aunque sea parcial, pero tangible, a los problemas que empujan a tantos ciudadanos a dudar de Europa. Es un error afirmar o pensar que Europa no protege nada. Sin embargo, es un sentimiento muy extendido. Y muchos incluso consideran que, cuando Europa intenta actuar bien —por ejemplo, al imponer la disciplina presupuestaria—, agrava el estado del paciente al que quiere curar.
Hay que dar respuesta a un sentimiento de fragilidad creciente que parece haberse convertido en el denominador común de sectores enteros de nuestras sociedades, un sentimiento producido por la globalización económica, demográfica y medioambiental, con sus diversas patologías. “Uno no se enamora de un mercado”, decía Jacques Delors. Y ese sentimiento de fragilidad no se va a calmar con una reforma institucional, una Unión energética, digital o financiera ni un cuerpo de fronteras europeo. Eso no quiere decir que todos estos proyectos no sean necesarios e indispensables. Pero a los europeos —sobre todo a los que se sienten más débiles, en los 28 países—, hoy, hay que ofrecerles un proyecto que les beneficie de forma directa y tangible, que alivie, por lo menos, parte de la sensación de inseguridad que recorre el continente.
He aquí un campo ideal: las prestaciones sociales. Ya sabemos que es uno de los terrenos en los que las competencias siguen siendo más nacionales. Es el pariente pobre de la construcción europea; ¿y luego nos extraña la impopularidad de Europa en una época de crisis prolongada? Imaginemos por un instante la repercusión que tendría un instrumento de garantía europea común, es decir, más fuerte, que cubriera directamente una necesidad social. No me atrevo a pensar en un subsidio europeo de desempleo —aunque ya se propuso esta idea para mitigar la crisis—, que afectaría a unos sistemas nacionales extremadamente variados y complejos. ¿Pero por qué no un complemento europeo a las diversas prestaciones (desempleo, niños, educación, enfermedad o jubilaciones, por ejemplo), que cumpliría una función económica y social y consolidaría un pacto social europeo seriamente quebrantado?
El ámbito social no es el único en el que un proyecto concreto y útil podría devolver cierto prestigio al proyecto europeo. La seguridad, en estos tiempos de amenaza terrorista, es otro campo de actuación en el que a muchos ciudadanos les gustaría sentirse protegidos. ¿Hay alguna forma de ofrecer un beneficio rápido en ese terreno? Los especialistas deben decirlo.
Si se produce la decisión británica de abandonar la Unión Europea, los dirigentes europeos tendrán el incentivo que necesitan para concebir un proyecto concreto, claro, común, de utilidad directa para muchas personas y que se vea como tal. Si no, esta Unión tendrá poco futuro.
Jurek Kuczkiewicz es redactor especializado en la UE en @Le Soir. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Lena (Leading European Newspaper Alliance)