La negra sombra del cisne

En una atmósfera electoral de alta volatilidad, simbolizada por la existencia de un veinte por ciento de indecisos en la última semana, la posibilidad verosímil de una nueva alteración grave del orden público en Cataluña introduce otro importante factor de incertidumbre en la campaña. El plan del independentismo radical -ocupación de colegios electorales el día de la votación y tal vez una noche de altercados y fuego en la víspera- podría convertirse en el cisne negro que, según la conocida metáfora de Nassim Taleb, produjese con su irrupción una sacudida de gran impacto y consecuencias inesperadas. La apretada correlación de fuerzas de estos comicios, en los que ningún partido parece decantar una clara ventaja y en los que la opinión pública bascula entre el hartazgo y la desgana, podría verse severamente dislocada en el caso de un ataque frontal contra la normalidad democrática. El Gobierno, oficialmente mudo al respecto, permanece en vilo ante la amenaza, consciente del potencial desestabilizador que en estas circunstancias contiene la tensa situación catalana y de la decisiva influencia que el conflicto secesionista ejerce en el conjunto de España.

La negra sombra del cisneLa sombra del cisne negro ya se proyectó sobre el horizonte electoral hace quince años, apareciendo sobre la siniestra desolación de los trenes reventados en aquel terrible once de marzo. También el movimiento del 15-M alarmó en un momento similar al Estado, aunque el carácter pacífico de la ocupación de las plazas evitó que la multitudinaria protesta desembocase en acontecimientos dramáticos. Resulta obvio que los promotores del «Tsunami» secesionista se inspiran en el antecedente de 2004 para tratar de transformar la jornada del próximo domingo en un objetivo de su plan revolucionario: buscan una situación límite que concite la atención internacional, provoque a las fuerzas de seguridad y coloque al borde del colapso a unas instituciones obligadas a proteger el derecho a votar de los ciudadanos. El plan es ciertamente diabólico porque cuenta con la complicidad de unas autoridades autonómicas que, con los Mozos de Escuadra bajo su mando, simpatizan con los agitadores... si es que no forman parte de su entramado.

De producirse el boicot, el Gabinete se verá ante el mayor de los problemas a los que haya hecho frente en el último año y medio. Por un lado, deberá tomar una decisión antipática que de un modo u otro afectará a su crédito. El electorado nacional no le perdonaría que permitiese el bloqueo de los colegios, y si lo impidiera por la fuerza se desataría en Cataluña la misma oleada victimista que en 2017 atropelló a Rajoy cuando quiso frenar el referéndum. Pero además, la cuestión separatista se ha convertido en el punto débil de Sánchez, su talón de Aquiles estratégico. Sus posibilidades decrecen cada vez que el debate catalán ocupa el primer plano, y aumentan cuando logra sacarlo del centro del escenario. El éxito de abril se basó en alejar toda referencia al conflicto, en obviarlo utilizando la foto de Colón como reclamo. En esta precampaña, sin embargo, la borroka incendiaria de hace dos semanas ha sido la principal causa de su atasco. Llegar hasta el próximo domingo en relativa paz es para el presidente un propósito prioritario; sólo en ausencia de incidentes o desafíos nuevos puede aspirar a mejorar sus resultados.

Hasta ahora está intentando, con poco éxito, apartar el asunto de su eje discursivo. Su planteamiento consiste en volver a señalar el previsto auge de Vox como un gran peligro, pero le va a resultar inevitable encontrarse en el debate de mañana delante de su principal nudo crítico. Ya ha sucedido en los cara a cara de portavoces, donde, a diferencia del próximo lunes, sí han estado presentes los representantes de un soberanismo dividido entre la clara apuesta rupturista del PDCat y el flamante pragmatismo de una Esquerra que coquetea en Madrid y en Barcelona con la idea del doble tripartito. El PSOE no sale bien parado de ninguna confrontación sobre el modelo territorial, por mucho que se muestre ambiguo; esta misma semana, la insistencia de Iceta forzó la inclusión del concepto de plurinacionalidad en el programa del partido. Sánchez camina descalzo sobre ascuas en cuanto se ve requerido a un compromiso; no puede mostrarse complaciente con los indepes -sobre todo después de los episodios de violencia- ni cerrarse la puerta de su eventual colaboración para salir reelegido. Y las decisiones supuestamente contundentes del Consejo de Ministros, como la de bloquear la «república digital», no pasan de leves reclamaciones de autoridad que dejan la sensación de un postureo tan tardío como tímido.

Así las cosas, si ya la simple mención del problema mete al presidente en un atolladero, la hipótesis de una crisis a gran escala se convierte en una pesadilla de desasosiego. No sólo por el riesgo de un terremoto electoral que desencadenase un vuelco, una especie de 11-M inverso, sino por el monumental aprieto que representaría para la responsabilidad del Gobierno. Hay un sector del secesionismo, el de Puigdemont y Torra, conectado directa o indirectamente con los CDR, que parece dispuesto a un nuevo golpe y no precisamente de efecto: a un ataque frontal a la democracia y a la convivencia, capaz de dejar por primera vez la celebración de unas elecciones en el alero. Y eso no lo calculó Sánchez cuando jugó con fuego asaltando el poder con la ayuda de un grupo de facciosos iluminados y de extremistas insurrectos.

Ignacio Camacho

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