La noche de bodas

En este mayo florido comienza el pistoletazo de salida de la celebración de bodas. Esta gozosa, y al tiempo fatigosa, detonación me alcanza de lleno pues me esperan tres eventos que, además, siendo de «hijas» son de superior magnitud. Comparto contigo, querido lector, una reflexión sobre «la noche de bodas». Intentaré hacerlo con la máxima delicadeza, debido a la intimidad de la cuestión.

Procedo con arreglo al método orsiano. Desde la exposición de una anécdota, alcanza Eugenio d’Ors la formulación de una categoría. Paseaba con mi mujer por esa «Roma de los romanos» en la que nos adentramos decididos a «deambular sin rumbo» por «vicoli» y «stradine» con la certeza de descubrir lo que ninguna guía cuenta y tropezamos con una iglesia desconocida. El casco histórico romano alberga más de novecientas, la mayoría de excepcional valor artístico. Si Don Quijote cabalgase por la «Ciudad Eterna» nunca habría dicho: «Con la Iglesia hemos dado, Sancho»... salvo que asumiese reiterarlo cada cinco minutos de trote de su Rocinante.

Se estaba celebrando una boda. Rezamos una breve oración y nos quedamos con la curiosidad de ver la ceremonia. En su homilía, un anciano presbítero evocaba entusiasmado el amor conyugal y los gozos y fatigas del nuevo estado. Nosotros, adentrados en años de matrimonio, quedamos arrebatados por su ardor. Para finalizar pregunta: «¿Creéis que está todo hecho?». Y responde: «Pues no», generando un expectante silencio. Continúa: «Manca la notte». Y fijando su mirada en los novios exclama: «Ma, ¡che notte!». Todos quedamos atónitos. Mi mujer, de forma retórica, me dice: «¿Has oído lo mismo que yo?». Del pasmo pasamos a la sonrisa cómplice y de ahí a la carcajada. Al salir, le dije: «¿Qué crees que presupone el sacerdote para decir lo que dijo?». Y añadí: «Pues que esa noche de la que exclama: “Ma, ¡che notte!”, no ha tenido precedentes. Supone que es la del «estreno», pues de no ser así desaparecía la emoción de la novedad y el trémulo de lo mágico».

En la película Memorias de África, basada en la novela y vida de su protagonista, durante la boda de Karen Blixen, una jovencita aristócrata le pregunta a modo de confidencia: «Baronesa, ¿está nerviosa?», a lo que aquella responde: «¿por qué voy a estarlo?». Su curiosa interlocutora, queriendo descubrir lo que el pudor victoriano no le consiente, agrega: «pues por la noche de bodas… y todo eso». La baronesa le sonríe y dice: «Venga a verme cuando quiera y charlamos». La joven Felicity expresa los nervios del «encuentro». Nervios inexistentes si esa noche es una más, en una serie de noches en las que todo se ha descubierto.

Recuerdo una conferencia del profesor Díez-Picazo sobre «El escándalo del daño moral». Refirió el siguiente caso: unos novios en su viaje al Caribe debieron permanecer dos días en su bungalow por una tormenta tropical. Reclamaban daño moral por no disfrutar de todos los servicios que ofrecía el hotel. El maestro Picazo, con tono irónico y burlón, dijo: «¡No entiendo nada! ¿Puede invocarse daño moral por permanecer con la novia un par de días en la luna de miel?». La explicación es sencilla. Para aquellos lo novedoso y atractivo no era estar juntos, sino la pulsera del «todo incluido» que se estaban perdiendo.

Unos esposos que han mantenido «la espera» entran en la suite con la siguiente formula magistral: un kilo de sorpresa, dos de emoción, tres de alegría, cuatro de pasión, cinco de delicadeza, seis de ternura y siete arrobas de «amor en estado puro». Ese amor que convierte su bien en el bien del otro.

Desde este «amor-dación» se entiende la fórmula del consentimiento: «Yo xxx, te quiero a ti, xxx, como esposo/a y me entrego a ti…». Esa «entrega» es por primera vez total, al comprender la donación del cuerpo que, por cierto, es la «materia del sacramento» en el matrimonio canónico. Desde ese instante deja de pertenecerle a cada uno, por hacer dueño al otro. Así, las palabras divinas del Génesis: «Ya no son dos, sino una carne sola». Así, el sentido bíblico de «conocer» como sinónimo de tener relaciones maritales. Por ello, el adulterio supone una traición, al dar a otro/a lo que ya no le pertenece.

No soy quien para juzgar a nadie. Las circunstancias vitales son complejas y no debemos caer en reduccionismo. A todos los nuevos esposos les deseo la mayor felicidad y que su amor sea duradero. Y desde mis convicciones levanto mi copa, por los novios que han querido y han sido capaces de «esperar». Por los que han vivido una renuncia que, hoy más que antaño, es a contracorriente. Por ellos quiero brindar y desearles: ¡Muy feliz matrimonio y feliz luna de miel!

Federico Fernández de Buján es Catedrático de la UNED y Miembro de la Real Academia de Doctores de España.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *