La normalidad de la excepción

En Cataluña sólo permanece la excepcionalidad. El resto es volátil: candidatos, formaciones y memoria. Se vaporizó en un santiamén el empuje y brío del constitucionalismo en 2017 y mudó hacia la contención colaboracionista que representa el PSC. La candidatura de Illa constituía el último refugio de la resignación, sorprendentemente camuflada en el escaparate encendido de la gestión de la pandemia: la rareza es fecunda en una región fascistizada, donde la disensión es heroica y los tonos neutralizan a los hechos porque los hechos son todos alternativos, o sea, representaciones, idealizaciones y fábula. En 2021 han competido la fábula del diálogo y la de prolongación del victimismo. La tercera Cataluña se ha refugiado en el candidato Illa –la biempesante–, se ha retraído y quedado en casa o se ha mantenido a bordo del Titanic –la tabarnesa– o ha emprendido una huida hacia delante con Vox –la levantisca–. Hasta la tercera Cataluña es plural y diversa a pesar de la asfixia y el afán de uniformidad excluyente.

La normalidad de la excepciónIlla ni siquiera era una urgencia sino un puente, una suerte de aceptación tácita de la impenetrabilidad del ecosistema supremacista. El constitucionalismo ha renunciado a ser alternativa. A lo más que decía aspirar Illa era a tender la mano a los comunes, partidarios, como Iceta, de un referéndum pactado, o sea, de reconocer la soberanía de una parte de los catalanes y su derecho a la independencia. Illa quería pasar página; como si el separatismo estuviese dispuesto a hacerlo, a renunciar, a regresar, a ceder. Pero Illa sabe que su catalanismo suave es inviable sin el beneplácito de ERC. Y ERC nunca renunciaría al poder. Y el poder le une a Junts, que consiguió que su deriva se lo garantizase: fue Mas quien entregó el separatismo convencional y burgués a la CUP. En todo caso, el propósito de Illa no era menor: ganar, concurrir a la investidura –finalizar la operación liquidación de Ciudadanos, martirio del PSC– y allanar el camino de la reválida de Sánchez. Illa fue reclutado por Sánchez como enlace y regresó a Cataluña como enlace. El plan no incluye, necesariamente, gobernar la Generalitat.

He aquí la otra y decisiva novedad que introdujo el procés, definido en términos cronológicos como un periodo que abarca desde la solicitud –y posterior chantaje– de Mas de privilegios fiscales a Rajoy –algo que Rajoy no podía conceder– para quitar las telarañas que dejó el tripartido en la caja, en mitad de una crisis de deuda y esplendor de la indignación, hasta la sentencia condenatoria del Supremo de los cabecillas de la trama. Las fases se corresponden con la creación de un marco mental proto secesión, su puesta en escena y posterior ejecución de un golpe que el Supremo rebajó a intento de secesión. El procés ha supuesto la conexión, superposición y dependencia de los ciclos y cursos de la política autonómica catalana con la de la gobernación de la nación. El procés externalizó y trasladó el auge de la antipolítica, la división y el encono. La agenda del separatismo condiciona la de la política nacional. Tanto, que dos elecciones generales –abril y noviembre de 2019– se celebraron bajo el influjo plebiscitario –y binario– introducido por el procés.

Esto ha sido posible también por la convergencia de «totalitarismos blandos» –el término es de Iñaki Ezquerra–: el populista-neomarxista y nacional-populista. Ambos ubican el referéndum y la democracia directa en el núcleo de su retórica; no es casual. Para ambos, la expresión popular se reconoce inmediata y espontánea: liquidadora del pluralismo, las instituciones y la razón. El deseo y la conciencia de insatisfacción prevalece sobre las expectativas racionales y la propia realidad. El europeísmo y constitucionalismo del 8-O (2017) fue una ilusión; el consenso del 155 una argucia. Así que el PSC se presentó en campaña con la patina de recuperar la realidad, que no es sino la tercera vía, un difuso punto intermedio entre más nacionalismo y lo que había, una pretendida tercera vía anterior –la definición es del profesor Félix Ovejero–.

De modo que las elecciones de 2021 han borrado el rastro de las de 2017. Las fuerzas contraprocés competían agónicamente entre sí, entre yerros y desconfianza, mientras el posprocés se medía con el procés. El posprocés no es más que un tiempo muerto y una reivindicación del preprocés: un tripartito instalado en la inmersión lingüística y un PSC partidario de los indultos a los condenados por sedición y malversación. El tripartito original nació de la mano del Pacto de Tinell, trajo un Estatuto que Zapatero pactó con Mas, líder de la oposición en Cataluña, y en cuyo referéndum participó menos de la mitad de los electores de la región. Por fin, el tripartito declinó con la sentencia del Tribunal Constitucional, que derogó una decena de artículos, fundamentalmente los relativos a la creación de un poder judicial catalán que perpetuara la impunidad de comisionistas y apparatchik y la disposición de una pseudo Hacienda autonómica. Además, el TC dictaminó que la mención de nación en el preámbulo carecía de alcance jurídico. En suma, el tripartito continuó con el proyecto pujolista de construcción nacional y finalmente expuso los fundamentos teóricos del procés: «El Tribunal Constitucional está lamentablemente desacreditado y moralmente deslegitimado», denunció Montilla. Un año después, el Parlament sería asediado por la turba y Mas, abrumado y acobardado, decidió emprender la revolución, ignorando que las revoluciones devoran siempre a sus iniciadores.

Probablemente, En Comú Podem o la CUP salven con su abstención la situación de bloqueo y Cataluña renueve su excepcional estabilidad. Punto arriba o abajo, casi todos ganan porque entre ellos hay construido un tejido intangible de mutuas dependencias, basada en la relación entre lo que pasa en Cataluña y lo que ocurre en Madrid; sólo pierden Cs y Partido Popular.

La victoria de casi todos no es pura pose de noche electoral, certifica la anomalía y excentricidad catalana: domina el oficialismo y se tolera una suerte de oposición abierta y predispuesta a la colaboración, contribución, asistencia y auxilio. Emerge una desviación objeto de combate y pretexto –Vox– y queda anulada la oposición real. Todo populismo es soberanista: reivindica la soberanía de un pueblo y la hace valer frente a una excrecencia que hay que alimentar en su justa medida para justificar la voracidad homogeneizadora y excluyente.

El triunfo de Illa es el de Sánchez, que ha cumplido su objetivo. Su mérito, sobreponerse a la abstención, y su desafío –que no cumplirá– abanderar una causa que conoció su apogeo en 2017, con las elecciones que forzaron Iceta y Sánchez a cambio de apoyar la aplicación del 155 sin que diera tiempo a desmontar el entramado secesionista. La causa del constitucionalismo sin aditivos ni reconocimiento del hecho diferencial –germen del supremacismo– ha sucumbido en 2021 producto de un artificio, de un susurro, de un plan que sigue su curso. ERC acaricia con la yema de los dedos su secreto anhelo, relevar al pujolismo. Nunca gana pero siempre acierta. Si ERC es el pivote de la política catalana y nacional, algo falla en el sur de Europa que los indultos no van a arreglar.

Javier Redondo es profesor de Política y Gobierno de la Universidad Francisco de Vitoria.

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