La normalidad y la excepcionalidad

Una de las primeras cosas que aprendí de mi oficio de sociólogo fue que lo más interesante –y más complicado– de explicar era la normalidad. El ejemplo que utilizaba P.L. Berger en su ya clásica Invitación a la sociología era sobre el matrimonio y el divorcio, siempre con aquel punto de ironía tan propio. Decía Berger que lo que realmente necesita explicación sociológica no es por qué algunos se divorcian –cosa que parece bastante fácil de entender–, sino por qué la mayoría de gente se casa e incluso repiten después del divorcio. Esta perspectiva es radicalmente contraria a la lógica periodística, siempre atenta a la excepcionalidad, a lo que altera la normalidad esperada. Es el tópico del perro que muerde a la persona y de la persona que muerde al perro. El periodista no ve ningún aliciente en que todo funcione según lo previsto, y es una evidencia que las buenas noticias –en el sentido de las cosas que marchan sin problemas– no son, realmente, una noticia buena.

Probablemente, esta tensión entre la mirada del sociólogo y la del periodista es la que explica el recelo con el que leo aquellas noticias que, centradas, como debe ser, en la excepción, además de relatar los hechos se afanan en convertir esta anormalidad en un síntoma de lo que es general. La cuestión es que, como seres sociales que somos, nos cuesta resignarnos a admitir que pueda haber rupturas en nuestra normalidad cotidiana y, por lo tanto, nos vemos obligados a hacer grandes ejercicios retóricos para reintegrar nuevamente las excepciones en aquello que querríamos previsible. En su momento ya discutimos el caso del dramático asesinato masivo en Noruega de setenta y siete personas. La necesidad de encontrar algún sentido a aquel acto de barbarie máxima perpetrado per el joven Anders Behring Breivik nos hizo dar por buenas las interpretaciones de carácter ideológico, atribuyéndolo a la extrema derecha y a la xenofobia en contra del islam. Es cierto que este individuo se había movido en entornos políticos de ultraderecha y que así justificó su acción. Pero su explicación –desde mi punto de vista– no formaba parte de las razones del crimen masivo, sino del propio desequilibrio mental que lo empujó a actuar de aquella manera. Ya sé que la sentencia lo consideró responsable, pero la Fiscalía y los informes forenses, además del criterio de psicólogos expertos, decían lo contrario.

Ahora tenemos ante nosotros el caso del militar asesinado en Londres. En este crimen, la manera de domesticar la barbaridad –que periodísticamente ha tenido la fuerza de unas imágenes impactantes– ha sido vinculándolo al terrorismo islámico. Y ha sido la extrema derecha británica, con un gran peso electoral en Londres –donde más de la mitad de su población procede de la inmigración–, la que se ha sumado con entusiasmo a esa interpretación política. Estamos ante un caso que, por el hecho de tener como protagonista a un hijo de antiguos inmigrantes, escolarizado en el Reino Unido, hay quien tiene la tentación de considerar que pone en cuestión el modelo británico de integración. Y para darle más verosimilitud, se compara con los atentados de julio del 2005. Pongamos que, efectivamente, el asesinato de esta semana se haya inspirado en una determinada ideología. Pero eso todavía no sería la causa del crimen. En todo caso, con mirada de sociólogo, el acento lo pondríamos en los miles y miles de hijos de antiguos inmigrantes –4 millones de extranjeros en Inglaterra y Gales, y más de dos millones setecientos mil musulmanes– que en ningún caso han cometido ni cometerán ningún atentado de esta naturaleza. Para mí, eso es lo verdaderamente sorprendente. Por lo tanto, si alguna cosa debería merecer nuestro interés –desde el punto de vista sociológico– sería cuáles son las bases del éxito de la incorporación social de tantas personas.

No es muy diferente el caso de los suicidios asociados a los desahucios. No puedo pronunciarme de manera rotunda porque no lo he estudiado a fondo. Pero antes de establecer según qué tipo de relaciones de causa y efecto, que políticamente pueden ser muy útiles, habría que tener cifras exactas sobre si la tasa de suicidios entre el grupo de desahuciados es o no superior a la de la totalidad de la población de las mismas características. Y lo mismo valdría para el análisis de una agresión de unos padres a una maestra, para los casos de acoso escolar infantil o para determinadas formas de violencia doméstica. En definitiva, situaciones dramáticas todas ellas y de las que nos resulta prácticamente imposible aceptar su posibilidad si no tenemos a un culpable o no podemos establecer una causa clara o disponer de una teoría general que las haga razonables. Es decir, alteraciones de la normalidad para las cuales necesitamos una explicación que, aunque ya no pueda evitar el desastre, cuando menos, nos dé la impresión de que servirá para evitar futuros dramas. Lisa y llanamente: necesitamos algún tipo de interpretación que atenúe nuestra ansiedad ante lo imprevisible, y el periodismo intenta proporcionarla.

La relación entre sociología y periodismo es fascinante siempre que se mantenga clara la distinción y, por lo tanto, la tensión entre las distintas perspectivas. La sociología convierte en noticia aquello que se ajusta a las expectativas creadas, con una mirada que fuerza la capacidad de sorprenderse ante lo que es ordinario. Por su parte, el periodismo tiene una imperiosa necesidad de convertir la excepcionalidad en la manifestación de una normalidad oculta que pretende descubrir. Son diferentes estrategias de conocimiento para diferentes papeles sociales.

Salvador Cardús i Ros

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