La normalización del odio

El furor se desahoga sobre quien aparece como indefenso”, decían Max Horkheimer y Theodor Adorno en La dialéctica de la Ilustración. La frase vuelve a la mente de quien ha visto las terribles escenas de Chemnitz y cómo una multitud llena de odio perseguía y agredía a personas solo por haber sido señaladas como “diferentes”, “extranjeras” y “extrañas”. La violencia sin límite se dirige contra quienes están cada vez más indefensos porque la sociedad no los reconoce como iguales. Los desfiles de líderes neonazis, vándalos violentos y representantes políticos de Alternativa para Alemania y otras formaciones menores de extrema derecha o los ataques en mercados han ocurrido en Sajonia, pero las conexiones y la movilización superaban los límites regionales. No se reducen en absoluto al este del país. La conmoción es profunda.

Es verdad que en la República Federal (al igual que en otros países europeos) siempre ha habido resentimientos xenófobos y antisemitas, como también grupos y partidos de extrema derecha. No son fenómenos nuevos. La novedad de estos últimos años es el exhibicionismo desvergonzado con el que se manifiestan en público estas posturas inhumanas, el desenfreno con el que se acosa y se hostiga en la calle a los que tienen un aspecto, unas creencias y una manera de amar distintos de los de la mayoría. La novedad es el consenso social sobre lo que es tolerable decir y lo que debe seguir siendo intolerable. El consenso de la Alemania de posguerra, que incluía la reflexión crítica sobre los crímenes del Holocausto como núcleo moral y político de la propia autopercepción, se ha vuelto frágil. Las convicciones racistas y antisemitas ya no se expresan a escondidas y en el anonimato, sino demasiadas veces abiertamente y con orgullo; no solo cuando uno está borracho en el bar, sino también estando sobrio y en televisión.

El desprecio racista y el nacionalismo han dejado de ser actitudes que solo se encuentran en los márgenes de la sociedad y con las que hay que guardar las distancias. Ahora están aquí al lado, entre nosotros. Si hace unos años me hubiesen preguntado si me podía imaginar que alguna vez se volvería a odiar con tanta arrogancia, a hablar y a acosar de esta manera en nuestro país, me habría parecido imposible.

¿Cómo ha podido pasar?

Diversos factores interrelacionados han producido un cambio profundo en la cultura política. La propaganda de los movimientos neonacionalistas repite sin cesar el mito según el cual en 2015 Angela Merkel “abrió las fronteras” por decisión propia (y contra la voluntad del “pueblo”), y con los refugiados sirios llegó la desgracia. Por más que insistan, sus afirmaciones siguen siendo falsas. Las fronteras ya estaban abiertas. Lo único que decidió Merkel fue no cerrarlas, evitando así los efectos devastadores que habría tenido la retención de los refugiados en los países balcánicos. No fue tan solo un bonito gesto humanitario (como si las mujeres solo fuesen capaces de eso), sino una inteligente decisión táctica. A diferencia de lo que insinúa la retórica de la derecha, con ello Merkel tampoco actuó en contra de su propio pueblo. En Alemania ya existía desde mucho antes un impresionante movimiento civil de apoyo a los refugiados sirios por parte de jóvenes y viejos, organizaciones e individuos, estudiantes y ciudadanía en general. El Gobierno reaccionó más bien tarde, ya que ese asombroso movimiento altruista transversal llevaba tiempo en marcha. De hecho, en esa época nunca hablé con nadie en Berlín, ya fuese un taxista o un verdulero, un transexual maduro o un policía joven, que no dedicase su tiempo libre a los refugiados. Con nadie.

El error de Merkel no fue la posición que adoptó ante la inmigración, sino su incapacidad retórica para argumentar y defender públicamente su política en Alemania y en Europa. Sus años de gobierno han dejado un trágico vacío de deliberación democrática, de debate discursivo sobre las razones de la acción política, de las convicciones sociales o de las decisiones económicas. Con su incompetencia para la comunicación, la canciller ha permitido que los demagogos de la derecha impidan ver los considerables éxitos de la inclusión de casi un millón de refugiados. La economía alemana florece; hacía tiempo que las cifras del paro no eran tan bajas; un tercio de los refugiados ya tiene trabajo y está afiliado a la Seguridad Social; según un sondeo reciente, la mayoría de la población considera la emigración algo claramente positivo e incluso apoya la acogida de refugiados aunque otros países europeos la rechacen. A pesar de todo, la derecha penetra en el debate en los medios de comunicación con su caricatura apocalíptica de una supuesta invasión musulmana, de una sustitución étnico-biológica de la población, y empuja al Gobierno hacia delante.

La asimetría de la representación es asombrosa. Mientras que los partidos de derechas se presentan siempre como las víctimas, como la voz censurada y excluida de los ciudadanos “preocupados”, en la práctica son percibidos y representados con desproporción. En ello interviene una mezcla de cobardía periodística y afán obsceno de escandalizar y captar audiencias que ha llevado a muchas redacciones a no desenmascarar las actitudes persecutorias como lo que son, sino a normalizarlas. Lógicamente, desde que Alternativa para Alemania es la mayor fuerza de la oposición en el Parlamento, tiene derecho, como todos los demás partidos, a que sus ideas sean escuchadas y debatidas. Por supuesto, los aspectos sociales, culturales y económicos concretos de la emigración se pueden someter a un debate crítico, pero, como explicaba recientemente el historiador Michael Wildt, Alternativa para Alemania no es un partido normal. Antes bien, contiene elementos de extrema derecha, no se avergüenza de manifestarse con grupos de camaradas de la derecha radical y vándalos violentos, provoca continuamente con sus tesis antisemitas y revisionistas que pretenden borrar el Holocausto de la memoria colectiva, e intenta una y otra vez marginar a los alemanes musulmanes.

Lo que necesitamos es un alegato confiado y contagioso a favor de las virtudes de una democracia heterogénea, y un debate comprometido sobre las ventajas de una Europa abierta, inclusiva y solidaria que no se limite a defender sus valores humanistas cuando se trata de distinguirse de otras zonas supuestamente atrasadas, sino que los practique y los desarrolle cada día. Necesitamos una reflexión sobre lo que el Estado nacional todavía puede y debe aportar, y sobre lo que se puede decidir mejor a escala local o a escala transnacional. Y, no menos importante, lo que necesitamos es más protección para aquellos que tienen unas creencias distintas, un aspecto diferente, una manera de amar que no se ajusta a la norma, para que la diferencia ya no se perciba como una amenaza, sino como un enriquecimiento.

Carolin Emcke es periodista, escritora y filósofa alemana, autora de Contra el odio (Taurus). Traducción News Clips.

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