La novela descolorida

Desde hace años, viajar a una ciudad europea se ha convertido en una experiencia reiterativa. Recorrer las calles de Bruselas, Praga o Madrid puede dar lugar a una confusión en el paseante, sumergirle en un colapso de percepción en el que no sepa realmente dónde está. Las mismas cafeterías, restaurantes de comida rápida, las mismas indumentarias con marca de los mismos almacenes. La ciudad añade a sus símbolos idiosincrásicos -el Manneken Pis, la calavera del reloj de la plaza del Ayuntamiento Viejo, la Puerta del Sol- un imaginario reconocible, un logotipo, que homogeneiza la fisonomía urbana hasta que todas las avenidas terminan siendo la misma, y uno se siente aburrido, encapsulado, enfermo de claustrofobia y, a la vez, experimenta la monstruosa sensación de estar en casa en cualquier lugar y de que la aventura ya no es posible. Lo mismo sucede con los espacios interiores: dejando a un lado a quienes detentan un extravagante poder adquisitivo, el resto adquiere el mismo sofá, el revistero, un estor para cubrir las ventanas... Quizás ese déjà vu traspase los límites de las fronteras europeas y alcance África, el centro de Buenos Aires, Shanghai y un archipiélago de las antípodas.

El cambio climático descongela los polos y suprime los matices: desaparecen los aromas de la primavera, el calor nos asalta de repente y de repente llega la helada. El mundo muta y tal vez pronto dejen de tener significado las cumbres borrascosas que cincelaban el turbulento corazón de Heathcliff; la montaña y la laguna que eran el paisaje de la mística atea de San Manuel Bueno Mártir; los jardines de las cuatro estaciones que Genji abonaba para su esposa y sus concubinas en función de las afinidades de las mujeres con las cualidades de árboles o flores: para Murasaki, el jardín de primavera; para Hanachirusuato, el de verano, porque Hanachirusuato es anaranjada y cálida y protege a hijos que no ha tenido la fortuna de parir...

La novela tiene como epicentro la peripecia de un ser humano frente, contra, desde, hacia, por, para el contexto en el que se construye. Cuando el contexto es aparentemente el mismo en todas partes, se uniformizan los mundos interiores, la psicología de esos personajes de ficción que suelen ser un trasunto de las muchas personas que el escritor es o contempla. Los paisajes públicos y privados se solapan en los cinco continentes y la neutralización de las variables contextuales nos conduce a una extraña forma de hermandad, en la que todos los seres humanos comenzamos a ser el mismo ser humano y la voz de los intelectuales se proyecta en idéntico tono en cualquier punto del planeta: la uniformización del espacio y esa obsesión por echar tierra encima de la Historia como patrimonio colectivo -como si el presente, feliz o infeliz, fuese una fragilísima figurita- uniforman nuestra sentimentalidad. La literatura pierde "tipismo" y se universaliza; también se empobrece, porque da la impresión de que todos tenemos lo mismo que contar y de que sólo lo exótico representa un ámbito de aprendizaje: quizás por eso, además de por su efecto placebo, la novela de entretenimiento templario reina en los escaparates de las librerías o el costumbrismo y la parafernalia que rodea a los personajes de las magníficas novelas de Don DeLillo o a los de los poemas y relatos de Carver nos resultan inquietantemente próximos y nos producen repelús.

La literatura se universaliza, pero a partir de unos universales espurios; en el espejismo de la globalización, se anula la extracción social del que escribe y del que es escrito; los pobres no tienen voz en el texto, porque no tienen voz tampoco fuera del texto: no hay eco que detener en la página. Formamos parte de una extensa mesocracia, ideológicamente equilibrada y centrista, que habita los pisos de una misma ciudad que se extiende a lo largo de los continentes y los mares. La bondad neoliberal, el apadrinamiento y los microcréditos son nuestra seña de identidad. La globalización, perpetuando el axioma de que para que haya ricos tiene que haber pobres, nos iguala en lo absurdo, en lo epidérmico, y nos invita a vivir la fantasía de que todos los seres humanos seremos alguna vez el mismo ser humano: pero hay mujeres que acarrean agua para quitarles a sus hijos las moscas de la boca, obreros que se encierran para no perder su empleo -su empresa va a instalarse en un lugar donde la mano de obra sea más barata- e intelectuales que hablan desde una tarima distinta a la de Houellebecq. El escritor debe desprenderse de la baba, de la crisálida, de esa pesadilla mercantil que consiste en reproducir el discurso que se oye en todas partes -el de que lo que vende es bueno y lo bueno vende, el de que no quedan razones para la épica-, fracturar el vidrio de la realidad y cortarse con él. El escritor desvela humildemente las mentiras o las medias verdades, marca la diferencia desde lo pequeño y más íntimo, mira a través del espejo, baja las telas publicitarias que esconden los edificios y descubre que Praga, pese a los velos que la ocultan, no es la misma ciudad que Nueva York, que tenemos derecho a pensar de otro modo, que todavía los seres humanos no somos el mismo ser humano y que eso puede ser una bendición o el signo evidente de la mayor injusticia.

Marta Sanz, escritora.