La novela histórica

Nací el año de la Primavera de Praga, cuando los checos, con las manos desnudas, se enfrentaban a los tanques soviéticos reclamando libertad. Podía haber dicho que lo hice el año del Mayo del 68, pero cada cual elige el acontecimiento histórico con el que se identifica. Durante la Transición, mi padre, bajo la luz de una lámpara de pie, leía enfebrecido a Robert Graves en una habitación tachonada de libros mientras fumaba y en el tocadiscos sonaba zarzuela. En ocasiones, si algún párrafo le gustaba mucho, lo leía en alto con su voz radiofónica, con una cadencia de contador de mitos, como años más tarde haría con Memorias de Adriano, otra de sus predilecciones. Crecí, por tanto, entre los metros cuadrados y cúbicos de una biblioteca en la que abundaban novelas históricas. Eso me predestinó.

La novela históricaEste subgénero narrativo, que atesta las mesas de novedades de las librerías y engancha a personas de diferentes edades y niveles socioculturales, goza del favor del público porque entretiene y permite aprender. Entretenerse es mucho más que divertirse, pues a la evasión de los problemas cotidianos se añade el conmoverse con unos personajes recreados, permanecer en tensión con sucesos acontecidos hace cientos o miles de años y vivir a través de las vidas que se cuentan. Y aprender supone una enorme motivación, sobre todo para quienes, por azares de la vida, no pudieron cursar nada más que los estudios básicos –a veces ni eso–, pues con la novela histórica obtienen unos conocimientos que, por amenos y bien narrados, les resultan fáciles de comprender. Y también estos libros vienen a rellenar para muchos el vacío de una Historia que, por variadas razones, les fue escamoteada o tergiversada en los centros educativos por los planes de estudio o la manipulación del poder político.

Más que leer, engullí El nombre de la rosa recién salido el libro de las tripas de la imprenta. Aquella deslumbrante historia detectivesca ambientada en un monasterio medieval me subyugó tanto que, al terminar el instituto, me daba prisa por llegar a casa para retomar sus páginas, pespunteadas de latines. La obra de Umberto Eco, convertida con rapidez en best seller, puso de moda la novela histórica, reconcilió a muchos críticos con el género debido al lustre académico del autor, y demostró que la alta cultura y la cultura popular podían fundirse, como los metales nobles. A partir de entonces, se vivió una edad dorada de esta novelística.

En 1985, Yo, el Rey de Vallejo-Nágera reivindicó la figura de José Bonaparte, el Intruso, el monarca maldito que, sostenido por las bayonetas francesas, tuvo un efímero reinado de papel en un país en guerra. Aquella original novela revisionista fue un bombazo editorial. Su rigor histórico consiguió que numerosos historiadores viesen dicho género novelístico como un aliado, y no como un enemigo que banalizaba lo que ellos investigaban y enseñaban. Fue el primer libro que compré con mis ahorros. Se lo regalé a mi padre en Navidad, lo leímos al alimón y durante unos días desarrollamos el don de la bilocación: habitábamos en el s. XX, pero nuestras mentes vivían en el s. XIX.

Esa cualidad de desdoblamiento temporal la comparten los lectores, que, ensimismados, caminan por las calles en una especie de trance pensando en la novela que tienen a medias, anhelando retomarla para sumergirse en las pasiones enmarcadas en épocas pretéritas. Y siempre les asalta la misma contradicción: desear continuar con su lectura pero temer que acabe. Como cuando leí El hereje, de Miguel Delibes, una obra maestra que reconstruye el Valladolid de Carlos V y disecciona las mentalidades y sentimientos con hermosura. Me sucedió con la novela lo que me pasa con el cine y raras veces con la literatura: me emocioné hasta la lágrima. Porque hay libros que fueron relámpagos en nuestras vidas y que, como el amor, asociamos a determinados momentos: el verano en el que leímos Sinuhé el egipcio, la gripe que aprovechamos para embaularnos No digas que fue un sueño o el viaje en el que devoramos con bulimia Juliano el apóstata.

En la segunda mitad de los ochenta, En busca del unicornio, de Eslava Galán, concilia el favor de crítica y público por la odisea que viven los protagonistas del libro, relatada en un envolvente castellano antiguo. El infatigable éxito de Juan Eslava –gran conocedor de los clásicos españoles y anglosajones– se basará en introducir el sentido del humor en sus novelas, en el exquisito manejo idiomático y en su rigor al recrear el pasado.

Y llegamos a la última casa de postas de este camino: Arturo Pérez-Reverte. Alatriste. Casi nada. El personaje que ha hecho reverdecer el interés por nuestro Siglo de Oro. Ya en la primera incursión literaria de Pérez-Reverte, El húsar, con aquel joven oficial que soñaba con cargas de caballería, se perfilaban las claves de su narrativa: el reseteo de la novelística decimonónica, la incorporación a cada obra de una mochila vivencial, una visión lúcida y crepuscular del mundo que nos ha tocado en suerte, y unos protagonistas con el alma cosida a cicatrices que aspiran a descansar alguna vez en su Ítaca. Su última novela, Hombres buenos, fue un feliz giro de tuerca, pues a unos protagonistas redondos añadió una estructura audaz que incidía en homenajear al mundo de la cultura y a Carlos III, un gran rey de nuestra Historia. No en vano, Felipe VI tiene en su despacho de La Zarzuela un óleo del monarca ilustrado pintado por Mengs.

En mi boda, algunas de las arras eran duros de plata de José Bonaparte, así que parecía que se casaba un afrancesado con doscientos años de retraso. Ya no había antídoto que me curase del dulce veneno de la novela histórica y de la saudade por los tiempos pasados. Algo parecido le pasaba al tartamudo emperador Claudio de la obra de Robert Graves, que añoraba la Roma que no vivió.

Como nos sucede al leer una novela histórica que deja huella. Como la dejan los buenos amigos.

Emilio Lara, historiador y escritor.

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