La nueva constitución de Chile debe reconocer a los mapuches

La Wenüfoye, la bandera mapuche, ondea en Santiago con la bandera chilena de fondo. Credit Alberto Valdes/EPA vía Shutterstock
La Wenüfoye, la bandera mapuche, ondea en Santiago con la bandera chilena de fondo. Credit Alberto Valdes/EPA vía Shutterstock

Aunque haya pasado por mejores y peores momentos, el conflicto entre los mapuches y el Estado de Chile se arrastra desde los orígenes de la república. Tras la mal llamada “Pacificación de la Araucanía”, a fines del siglo XIX, el pueblo mapuche pasó a vivir en “reducciones” cada vez más estrechas y sitiadas por la industria forestal, cuando no desplazadas por compras de tierra fraudulentas, centrales hidroeléctricas u otros proyectos desarrollistas.

“En torno al fogón, los viejos todavía recuerdan las historias escuchadas a sus abuelos, cuando los límites de las tierras de sus comunidades se perdían en lontananza”, contó Juan Carlos Reinao, presidente de la Asociación de Municipalidades con Alcaldes Mapuche, en una entrevista reciente.

El Estado aún no reconoce constitucionalmente su existencia, ni la de ningún otro pueblo originario. Y si bien la percepción en las nuevas generaciones comienza a cambiar, todavía son demasiados los chilenos que los menosprecian. Se trata la situación de marginación del pueblo mapuche como un problema de pobreza más. Los mapuches solo aparecen en los noticieros cuando llevan a cabo boicots a las empresas madereras, incendios de bosques, quemas de camiones, de máquinas o, como sucedió tiempo atrás, de una casa en Vilcún con una pareja de ancianos, los Luchsinger-Mackay, en su interior.

Es frecuente el maltrato y la violencia policíaca en su contra. El rostro de Camilo Catrillanca —asesinado a comienzos del actual gobierno de Sebastián Piñera por un carabinero que le disparó en la espalda mientras conducía su tractor—, se convirtió en un ícono de su lucha contra la discriminación.

En lo que va de este año, la violencia en la Araucanía, la región del sur en que habita la mayoría de ellos, ha recrudecido. Grupos armados han atacado comisarías, han disparado a efectivos militares, descarrilaron un tren y siniestraron varias decenas de camiones. Semanas atrás, en un hecho inédito, habitantes de Curacautín, alrededor de 640 km al sur de Santiago, enfrentaron a los mapuches que se tomaron la sede de un municipio en apoyo a comuneros presos, que se hallaban en huelga de hambre, entre ellos el machi Celestino Córdova, condenado por el crimen del matrimonio de ancianos en Vilcún.

En la conflictiva relación de los mapuches con el Estado chileno se combinan múltiples demandas por reivindicaciones territoriales, crímenes no resueltos y abusos policiales, con una infinidad de promesas incumplidas. Pero, por sobre todas las cosas, prima el reclamo por ser vistos, valorados y respetados en su particularidad.

Los mapuches se saben poseedores de una diferencia que merece ser reconocida y que solo ha recibido desprecio: deben hablar en secreto su lengua, su cosmogonía se ha visto reducida en las escuelas públicas a experiencias folclóricas, su modo de vestir se percibe como un disfraz. A la vez, es cada vez más evidente lo mucho que esa cultura ancestral tiene para enseñar en tiempos de calentamiento global y otras urgencias ambientales. “Prácticamente ya no queda nada / Pero cuidado con el bosque nativo carajo / Se tendrán que batir con los mapuches!”, advirtió el poeta Nicanor Parra.

La violencia que ha vuelto a rebelarse en el Wallmapu (territorio mapuche), difícilmente encontrará solución por la vía del enfrentamiento. A lo largo de la historia, sus habitantes han dado muestras de una inmensa capacidad de resistencia: detuvieron el avance del imperio Inca a fines del siglo XV, del español a fines del siglo XVI y a pesar de todas las agresiones han mantenido viva su cultura durante más de doscientos años de vida republicana.

La batalla por el reconocimiento y el respeto de las distintas identidades (sexuales, étnicas, generacionales) ha marcado la discusión política de las últimas décadas en Occidente. Como me dijo el historiador Fernando Pairicán: “Los mapuches parecemos más dispuestos a incorporarnos a las tendencias de la modernidad que los dueños de los fundos a nuestro alrededor”.

Muchos mapuches hoy son profesionales. En lugar de ocultar su origen para evitar la discriminación al emigrar del campo a la ciudad, han iniciado un proceso de rescate y enaltecimiento de sus tradiciones. Si sus antepasados supieron mantenerlas vivas dentro de las comunidades, ellos han encontrado en el contacto con el mundo desarrollado un contexto que las valora y ve con admiración.

La idea de un Estado civilizador, llamado a homologar las costumbres y creencias al interior de su territorio, parece no responde a la necesidad actual de amparar de manera armónica las diferencias culturales hoy irrenunciables, y que bien asumidas enriquecen cualquier democracia. Si algo mostró el estallido social interrumpido por la pandemia, es que en Chile son muchas las voces y experiencias ciudadanas que pujan por ser escuchadas y valoradas por una elite que se ha negado a prestarles atención. Quizás por eso la bandera mapuche (Wenüfoye), flameó —junto a la chilena— durante las manifestaciones que irrumpieron en octubre del año pasado.

Durante las protestas, la causa mapuche no solo encontró para ella misma el apoyo de la juventud chilena, sino que además sintetizó el deseo de reconocer realidades ignoradas por los acuerdos políticos de las últimas décadas. Y, como hemos podido constatar en estos meses, dicho desprecio se ha traducido en rabia y confrontación.

El 25 de octubre los chilenos votaremos a favor o en contra de iniciar un proceso constituyente para reemplazar la constitución nacida en tiempos del dictador Augusto Pinochet. Como todos los proyectos de los gobiernos concertacionistas para resolver la relación del Estado con el pueblo mapuche quedaron truncos y el actual no parece dispuesto a encararlo más que como un problema de orden público, el debate constituyente será la instancia para discutir el tema a fondo, aunque el modo en que participarán los pueblos indígenas continúa postergado. Este retraso es una demostración más de la poca importancia que le da el Estado chileno a las cosmovisiones anteriores a su existencia.

Días atrás escuché una vieja y gastada grabación de Gabriela Mistral —quien recibió el Premio Nobel antes que el Premio Nacional—, donde la poeta, tras años de exilio voluntario, cuenta que se hallaba escribiendo un poema sobre Chile. La Mistral quería hablar con gente distinta que le contara lo que no sabía del país, “porque la imaginación me haría fabricar cuentos sobre mi tierra, y la verdad de ella, la cara de ella, la semblanza de ella no puede ser más hermosa de lo que es”.

La estabilidad política futura de Chile pasa por un nuevo acuerdo en el que estas realidades despreciadas participen y recuperen su dignidad perdida, cargando de legitimidad instituciones de las que hoy se sienten marginados.

La solución al diferendo entre el Estado de Chile y el pueblo mapuche requiere recuperar la confianza de estos últimos luego de demasiadas promesas incumplidas, tierras usurpadas, desprecios y faltas de respeto. Sustituir la lógica del sometimiento por la del entendimiento, recuperando un arte que por tres siglos mantuvo la paz en estas tierras extremeñas y en el que los mapuches fueron maestros: el arte de parlamentar. No es fácil, pero de eso se trata.

Patricio Fernández es escritor, periodista y fundador de la revista The Clinic. Su libro más reciente es Sobre la marcha. Notas acerca del estallido social en Chile.

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