La nueva dimensión de Benedicto XVI

Benedicto XVI ha traspasado la línea de esa nueva dimensión de la realidad humana que llamamos muerte. Y esa mutación de su persona, que es como él la definiría, se ha verificado desde el retiro luminoso, desde el silencio fecundo de un monasterio. No sabemos qué habrá pasado por su cabeza, sabiendo que le quedaban pocos días, o pocas horas, para reunirse, volver a unirse, con su Señor de una forma distinta, plena y definitiva. Aquí nos quedamos, como diría el poeta, «con miedo en el corazón y llanto en los ojos». Nos quedamos huérfanos de su paternidad y su magisterio. Porque para muchos cristianos, estoy seguro de ello, ha sido padre y maestro.

Pocas personas han influido tanto en mi vida, en mi pensamiento y en mi modo de creer como Joseph Ratzinger. Antes de que lo conociera personalmente, había devorado casi todo lo que escribía para alimentar mi fe con el detenimiento y la relectura que exige el contenido denso y sustancioso de su visión actualizada del mensaje de Cristo. Como recoge su mejor biógrafo –Peter Seewald– tenía «una gran conciencia de misión» movida por la idea de «colocar la modernidad que va avanzando despiadadamente ante el espejo de la historia, en contra del olvido, y, con ello, desarrollar una visión –sin hacerse ilusiones– para una Iglesia del futuro capaz de sobrevivir». Leyendo al citado periodista se da uno cuenta de que, desde que fue nombrado prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tuvo que cargar con el sambenito de ser heredero del temido Santo Oficio, con su injusta carga anatematizadora de todo aquello que supusiese afrontar los riesgos inherentes al hecho de descubrir la dinámica de una revelación divina, abierta al ininterrumpido mensaje de Dios. Describe Seewald el sufrimiento constante de quien, en su denodada búsqueda de la verdad, tuvo que padecer dentro y fuera de la propia Iglesia.

El Papa emérito no solo pasará a la historia por su voluntaria dimisión, sino por ser uno de los grandes teólogos de la Iglesia universal, cuya valentía y confianza en que el mensaje divino siempre será compatible con la verdadera ciencia; propició, entre otros méritos intelectuales, que se convirtiera en la eminencia oculta y trabajadora del Concilio Vaticano II. En la conferencia de Génova, ante un selecto público de la clerecía, dijo: «El hombre actual debe poder volver a reconocer que la Iglesia no teme, ni tiene por qué temer, a la ciencia, porque está a salvo en la verdad de Dios, a la que ninguna auténtica verdad ni ningún auténtico progreso pueden contradecir». Auspiciado después por el cardenal Frings, redactó, por tanto, muchos de los esquemas, dictámenes y conclusiones del Concilio, que algunos llamaron del aggiornamento. Luego, esta participación hizo creer a los propulsores de la teología posmoderna y, muchas veces periodística, entre los que destacaba Küng, que definitivamente se alineaba en sus filas. También lo creyeron después los integrantes de la Teología de la liberación. Pero la aceptación de la Prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe los enfrió a todos en esa pretensión. Porque dicha aceptación tampoco significó que asumiera el papel de liderar a los que, pudiéramos llamar, conformaban el ala conservadora. Y es que Ratzinger no era solo un teólogo erudito, sino un hombre de gran profundidad espiritual que nos enseñó que esos esquemas de naturaleza política no tienen cabida en la Iglesia de Dios que se definió a sí mismo diciendo: «Yo soy la verdad».

El título de este artículo no tiene, por tanto, un carácter meramente retórico, sino que responde al magisterio de Benedicto sobre las cuestiones fundamentales del hombre en su trascendental Introducción al Cristianismo, que nos aclara que lo que sobrevive a la muerte y resucitará es la «persona» y no solo lo que llamamos «carne». Sigámoslo con sus propias palabras: según la concepción griega, el hombre se compone de dos sustancias distintas: el cuerpo, que se descompone, y el alma, que es por sí misma imperecedera y, por tanto, puede subsistir independiente del cuerpo. Pero la inmortalidad del hombre no consiste en devolver los cuerpos a las almas tras un largo periodo. Esta concepción dualista –como la de Filón– no es propiamente la ofrecida por las Sagradas Escrituras, en la que el alma espiritual no es otra cosa que la capacidad que cualquier hombre tiene de ser interlocutor de Dios. Inmediatamente ha de añadirse que la idea de inmortalidad que la Biblia expresa con la palabra «resurrección» significa que «la persona», que la figura indivisa del hombre, es inmortal. El cosmos, es decir, el universo entero y el hombre no son dos magnitudes separables, sino implicadas –no confundidas– destinadas a formar una complejidad última derivada de su transformación en una magnitud de Amor. En ese Amor está ya el Papa emérito.

Federico Romero Hernández fue secretario general del Ayuntamiento de Málaga y profesor titular de Derecho Administrativo.

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