La nueva felicidad y el tanga de moda

“Nunca imaginé que en la felicidad hubiera tanta tristeza”. Yo debía de tener unos dieciséis años cuando me topé con esta frase leyendo a Mario Benedetti. La misma edad que tienen ahora las chicas de la playa que llevan el tanga de moda del verano para tomar el sol. Pandillas enteras uniformadas con brasileñas negras y la parte de arriba de otro color como única diferencia entre unas y otras. Pienso en el inmenso trabajo que habrá supuesto para ellas ir a la tienda, seleccionar la prenda, probársela con su mascarilla y con esos plásticos imposibles que llevan las bragas del biquini, mirarse en el espejo bajo la luz vertical del probador… También en las razones por las que han elegido esa prenda y no otra. Hay una visión del mundo detrás de cada uno de esos tangas, una ideología tan exigente como el rigor con que se exponen al sol. Por la tarde, cuando la playa se vacía, algunas de esas chicas salen corriendo al agua como las niñas que aún son mientras que algún chico (o chica) las persigue como las mujeres que están empezando a ser. Entonces recuerdo la frase de Benedetti que leí cuando tenía su edad.

A estas alturas, todos nos hemos dado cuenta de que este verano todo lo que antes nos parecía normal se ha cubierto con un velo de tristeza, todo tiene un sentido nuevo que además nos parece peor. Porque, de alguna manera, todos sentimos que ya no volveremos a ser felices, al menos no de la misma manera. Creo que es porque, hasta ahora, la felicidad la veníamos declinando en futuro, igual que el éxito. Así que era algo que estaba lejos y que estallaba de pronto en instantes de consecución de un logro o de un objetivo. Un momento de gloria que nos impulsaba hasta la siguiente meta. Pero la covid-19 nos ha dejado a todos desnudos, con o sin el tanga puesto, ante el futuro. Porque esta pandemia ha invertido la flecha del tiempo y ahora la felicidad ya no es algo que está por llegar sino aquello que nos pasó sin darnos cuenta. El paradigma ha cambiado: éramos felices y no lo sabíamos, recordamos ahora mientras estrenamos una felicidad que se declina en pasado.

Esta pandemia ha invertido la flecha del tiempo y ahora la felicidad ya no es algo que está por llegar sino aquello que nos pasó sin darnos cuenta

Vivimos una vida sin pandemia y ni siquiera nos enteramos de nuestra fortuna. Fuimos tan libres que nunca imaginamos que pudiéramos vivir encerrados. La pregunta obligatoria es qué hicimos con aquella felicidad, a qué dedicamos nuestra vida y nuestros esfuerzos. “La vida mejor no es la más agradable”, me silba Séneca desde la tumba. Sin duda no supimos vivir la vida mejor. Cuando todo iba bien, nos hicimos expertos en anestesiar todo lo que estaba mal. Y ahora, atravesados por la flecha del tiempo, la felicidad nos parece algo que dejamos atrás y no tenemos ni idea de qué vamos a hacer con la vida que nos queda por delante. Las noticias hablan de primas de riesgo, de paro, de ERTE, de muertes, de Europa, cada vez menos de Siria o del hielo de los glaciares, aunque allí siguen. Y mientras tanto, nosotros intentamos ser felices incluso en el peor verano de nuestras vidas.

Quizás sea hora de recordar que antes de la covid-19, cuando las cosas nos iban mejor y éramos más felices de lo que ahora somos, la felicidad fue también una forma de domesticarnos, de aprobar exámenes, de conseguir trabajo, de ligar. De avanzar hacia lugares a los que no sabíamos si realmente queríamos ir. La ideología de la felicidad flotaba en el aire hasta volverlo asfixiante. Entonces los jóvenes nos parecían siempre más felices que los mayores, por más que lo estuvieran pasando fatal. Porque en la medida en que la felicidad se declinaba en futuro, los niños y los adolescentes se consideraban sin duda los seres más afortunados de la tierra. Y se daba por hecho que a los viejos les quedaba ya poca o ninguna plenitud por descubrir. Esto no se decía, claro, pero se sentía. Y se ha sentido mucho más duro con la gerontofobia de esta pandemia. Por lo demás, no puede haber una ideología más triste que aquella empeñada en que el avance de la propia vida está reñido con la esencia misma de la felicidad. ¿Quién no estaría triste en un mundo así?

A vivir y a morir hay que aprender toda la vida, decían los clásicos. Pero hace mucho que esa asignatura nos la quitaron del programa de estudios y hasta del vital. En su lugar nos dieron un currículo y un smartphone. Las redes sociales usaron tecnología punta para convertir la idea de felicidad en una mentira social monetizable. Y nosotros hicimos el resto. Pero aquí estamos, inaugurando juntos un tiempo nuevo. Porque, por primera vez, no es más importante decirnos a nosotros mismos (individuos y sociedades) quiénes vamos a ser el año que viene o dentro de diez sino confesarnos cómo hemos llegado hasta aquí.

Es hora de asumir que aquella idea de felicidad que hoy añoramos, no nos trajo nada bueno. Nada tan bueno, desde luego. La mayoría de las veces no hizo que encontráramos nuestro sitio en el mundo ni que fuéramos capaces de conquistar el placer sin olvidarnos de todo lo que estaba mal. Y por tanto, en cierto sentido, fue inútil. Me gustaría que mi sociedad, mi ciudad y mi cultura no volvieran a olvidarse de todo lo que está mal. Que la felicidad deje de ser moneda de cambio y el placer un anestésico. Siento cómo empieza a soplar el viento de otra vida por vivir, como en la novela de Theodor Kallifatides. Y me digo que, con un poco de suerte, la felicidad nunca volverá a ser lo que fue.

Nuria Labari es periodista y escritora. Autora de La mejor madre del mundo (Literatura Random House)

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