La nueva guerra de los treinta años

Es una región atormentada por una lucha religiosa entre tradiciones que se disputan su credo, pero el conflicto enfrenta también a militantes y moderados, impulsado por gobernantes vecinos que intentan defender sus intereses y aumentar su influencia. Los conflictos se producen entre Estados y dentro de ellos; resulta imposible distinguir las guerras civiles y las guerras por delegación. Con frecuencia los gobiernos pierden el control a favor de grupos pequeños –milicias y similares– que actúan dentro de los límites fronterizos o traspasándolos. Las pérdidas de vidas son devastadoras y millones de personas pierden sus hogares.

Ésa podría ser una descripción del Oriente Medio actual. En realidad, describe la Europa de la primera mitad del siglo XVII.

En el Oriente Medio de 2011, el cambio llegó después de que un humillado vendedor tunecino de fruta se prendiera fuego para protestar; al cabo de unas semanas, la región estaba en llamas. En la Europa del siglo XVII, un levantamiento religioso local por parte de protestantes bohemios contra el Emperador católico de Habsburgo Fernando II desencadenó la conflagración de aquella época.

Tanto los protestantes como los católicos acudieron en apoyo de sus correligionarios, dentro de los territorios que más adelante llegarían a constituir Alemania. Muchas de las mayores potencias de aquella época, incluidas España, Francia, Suecia y Austria quedaron involucradas. El resultado fue la guerra de los Treinta Años, el episodio más violento y destructivo de la historia de Europa hasta las dos guerras mundiales del siglo XX.

Hay diferencias evidentes entre los acontecimientos del período 1618-1648 en Europa y los del de 2011-2014 en Oriente Medio, pero las similitudes son muchas y dan mucho que pensar. Tres años y medio después del amanecer de la “primavera árabe”, existe la posibilidad real de que estemos presenciando la primera fase de una lucha mortífera, costosa y prolongada; dada la gravedad de la situación, podrían muy bien empeorar.

La región está madura para los disturbios. La mayoría de su población es políticamente impotente y pobre tanto en riqueza como en perspectivas. El islam nunca experimentó algo parecido a la Reforma en Europa; las divisorias entre lo sagrado y lo secular no son claras y están discutidas.

Además, las identidades nacionales compiten con frecuencia con las derivadas de la religión, la secta y la tribu y cada vez se encuentran más rebasadas por ellas. La sociedad civil es débil. En algunos países, la presencia del petróleo y del gas disuade la aparición de una economía diversificada y, con ella, una clase media. La enseñanza insiste en el aprendizaje memorístico, en lugar del pensamiento critico. En muchos casos, los gobernantes autoritarios carecen de legitimad.

Los participantes exteriores, con lo que han hecho y lo que han dejado de hacer, han avivado aún más el fuego. La guerra de 2003 en el Iraq fue muy relevante, pues exacerbó las tensiones entre suníes y chiíes en uno de los países más importantes de esa región y, a consecuencia de ello, en muchas de las demás sociedades divididas de esa región. El cambio de régimen en Libia ha creado un Estado que falla: el tibio apoyo al cambio de régimen en Siria ha preparado el terreno para una prolongada guerra civil.

La trayectoria de la región es preocupante: Estados débiles  que no pueden vigilar su territorio; pocos Estados relativamente fuertes y que compiten por la supremacía; milicias y grupos terroristas van obteniendo una mayor influencia y unas fronteras que se desdibujan. La tradición política local confunde la democracia con el abuso de la mayoría de los votos, pues se utilizan las elecciones como medios de consolidar el poder, no de compartirlo.

Aparte del enorme sufrimiento humano y las pérdidas de vidas, la consecuencia más inmediata de la agitación en esa región es la posibilidad de un terrorismo más frecuente y duro, tanto el localizado en Oriente Medio como el que emana de él. Y también existe la posibilidad de una alteración de la producción y del transporte de energía.

Hay límites para lo que las instancias exteriores pueden hacer. A veces, las autoridades deben centrarse en impedir que la situación empeore, en lugar de en programas ambiciosos para mejorar; éste es uno de esos momentos.

Lo que esa situación requiere, por encima de todo, es prevenir la proliferación nuclear (comenzando por el Iraq), ya sea mediante la diplomacia y las sanciones o, de ser necesario, mediante ataques militares o de sabotaje. La otra posibilidad –la de un Oriente Medio en el que varios gobiernos y, por mediación de ellos, milicias y grupos terroristas tengan acceso a las armas y materiales nucleares– es demasiado espantosa para plantearla.

También tienen el mayor sentido las medidas que reduzcan la dependencia mundial de los suministros energéticos de esa región (incluidos el desarrollo de fuentes substitutivas y las mejoras en la eficiencia de los combustibles). La asistencia económica debe ir dirigida simultáneamente a Jordania y al Líbano para ayudarlos a afrontar la avalancha de refugiados. El fomento de la democracia en Turquía y Egipto debe centrarse en el fortalecimiento de la sociedad civil y la creación de constituciones sólidas que difuminen el poder.

El contraterrorismo contra grupos como, por ejemplo, el Estado Islámico del Iraq y de Siria (que ahora se llama simplemente “Estado Islámico”) –ya sea mediante aviones no tripulados, pequeñas incursiones o la capacitación y entrega de armas a los copartícipes locales– debe llegar a ser una característica fundamental de esa política. Ya es hora de reconocer la inevitabilidad del desmembramiento del Iraq (ahora el país es más un medio para la influencia del Irán que un baluarte contra ella) y fortalecer un Kurdistán independiente dentro de las antiguas fronteras del Iraq.

No hay margen para las falsas ilusiones. El cambio de régimen no es una panacea; puede ser difícil de lograr y casi imposible consolidarlo. Las negociaciones no pueden resolver todos los conflictos ni la mayoría de ellos siquiera.

Eso es sin lugar a dudas cierto, de momento, respecto de la disputa palestino-israelí. Aun cuando cambie, un acuerdo amplio ayudaría a las poblaciones locales, pero no afectaría a la dinámica de los países o conflictos vecinos. Ahora bien, se debe perseguir la consecución de un cese el fuego específico entre Israel y Hamás.

Asimismo, la diplomacia puede dar resultado en Siria sólo si acepta la realidad existente en el terreno (incluida la supervivencia del régimen de Assad en el futuro previsible), en lugar de intentar transformarla. No se debe buscar la solución en el trazado de nuevos mapas, aunque, una vez que las poblaciones hayan cambiado y se haya restablecido la estabilidad política, el reconocimiento de nuevas fronteras podría ser deseable y viable.

Las autoridades deben reconocer sus límites. De momento y en el futuro previsible –hasta que surja un nuevo orden local o se generalice la extenuación– Oriente Medio no será tanto un problema que resolver cuanto una situación que gestionar.

Richard N. Haass, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush’s special envoy to Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan. His most recent book is Foreign Policy Begins at Home: The Case for Putting America’s House in Order. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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