La nueva guerra fría

No teman. No voy a hablarles de la que nos ha declarado, a traición y sigilosamente, el coronavirus. Ya tienen ustedes bastante con la ración diaria que les sirven periódicos y telediarios. Me refiero a la que mantienen de un tiempo acá las dos grandes superpotencias mundiales, aunque habrá que buscarles nuevo apodo, ya que el actual se les han quedado corto. Hablo, como habrán adivinado, de Estados Unidos y China, que se disputan la hegemonía del siglo XXI. Un país muy joven y otro muy viejo, con tantas similitudes como diferencias. Países-continentes, con una cultura muy suya y una población tan inteligente como trabajadora, que ya han escrito su capítulo en la Historia Universal, pero dispuestos a seguir liderando al menos uno de los bloques que rigen el mundo. Tienen también serios problemas, como corresponde a su tamaño y complejidad. Si hubiera escrito este análisis hace sólo diez años, hubiese tenido que empezar diciendo que el duelo no tenía color: los Estados Unidos iban por delante en todo: eran más fuertes, más ricos, más respetados y admirados que China. Hoy, sin embargo, la situación ha cambiado incluso drásticamente. Basta recordar las calles de las ciudades chinas atestadas de ciclistas vestidos como Mao con el enjambre de coches hoy entre altos edificios, chicas con ropa de Zara y hombres, de ejecutivos, para darnos cuenta de la transformación. Es posible que hayan ido demasiado rápido y que a ello se deba la pandemia que azota el mundo. Pero he prometido no hablar de ella. Lo curioso es que el otro gigante ha experimentado una transformación similar, pero en sentido contrario. Su potencial militar, industrial, económico, social e incluso cultural ha experimentado un retroceso similar, o eso parece por el avance del otro. No voy a echarle la culpa a Trump, porque Trump es más el producto que la causa de ello. Que China posea hoy más deuda norteamericana que nadie advierte de dos cosas importantes: el «peso de la púrpura», haber sido desde finales de la Segunda Guerra Mundial la superpotencia occidental y, tras la caída del muro berlinés, la única mundial le ha obligado a tener doce portaaviones, mientras el resto los que más tenían era uno, advierte de lo oneroso de ese peso. La segunda advertencia es que, pese a todo, los chinos siguen comprando deuda USA o sea, viéndole futuro.

La clave del éxito chino está en no haber imitado el modelo ruso de querer exportar su sistema. Tras los experimentos tan fallidos como aireados de Mao y su mujer, «revolución cultural», «gran marcha adelante», Deng Xiaoping explicó a un joven socialista español su fórmula para no equivocarse: «Gato negro o gato rojo, lo importante es que cace ratones». Es como Pekín comenzó a negociar con todo tipo de regímenes sin importar su ideología ni intentar subvertirlos. Lo que le interesaba era garantizar el suministro de las materias primas que necesitaba para su industria de artículos baratos de consumo y poder darles salida. El resto lo hizo la frugalidad y laboriosidad de su pueblo. El «milagro chino», del que nadie habla (otro éxito suyo) es posiblemente el fenómeno más espectacular del inicio del siglo XXI. Los politólogos occidentales vienen esperando que a medida que aumenta su nivel de vida, los chinos reclamen más libertades. Pero hasta ahora no ha ocurrido, excepto en Hong Kong, caso aparte. De momento, los 1.300 millones de chinos se contentan con convertirse en clase media.

Los norteamericanos, en cambio, recorren el camino contrario: su clase media se convierte en algo peor que trabajadora: en parados o con peores sueldos, debido a que parte de su producción se traslada a países de salarios más bajos. Posiblemente fuera esa la razón de que, en las últimas elecciones, eligieran como presidente a un empresario, «a selfmademan», un hombre hecho a sí mismo, millonario, con edificios por todo el país y que sabe cómo tratar a los que gozan de paz y prosperidad bajo su paraguas. Aunque Donald Trump es hijo de millonario y la mayoría de los edificios con su nombre no son suyos sino pagan la franquicia. Eso sí: reúne todas las características físicas y psicológicas del hombre de negocios norteamericano de las películas: mandíbula cuadrada, puñetazo al aire, listo a despedir al que no cumple. Acaba de anunciar que retirará parte de sus tropas de Alemania por considerar que no está contribuyendo como debiera a la defensa común y, encima, compra gas a Rusia. Putin debe de estar encantado, y a nosotros nos ha lanzado un par de avisos semejantes. Si así trata a los aliados, pueden imaginarse cómo trata a los rivales, con China a la cabeza, aunque los chinos aguantan con su típico estoicismo, pese a sufrir humillaciones como la amenaza de prohibir en Estados Unidos su red social TikTok, con millones de usuarios en todo el mundo, al considerar que puede ser usada para espionaje. Pero el punto neurálgico de esta guerra fría es el mar de la China Meridional, las aguas al sur de Taiwán hasta Indonesia. Pekín las reclama alegando precedentes históricos y un mapa de 1947 que se las atribuye. Pero también las reclaman los países ribereños, Vietnam, Brunei, Filipinas, Malasia y Taiwán, que cuentan con el respaldo norteamericano. Son aguas muy transitadas por todo tipo de mercantes, barcos de pesca y navíos de guerra de muchas banderas y donde puede haber un encontronazo en cualquier momento. Aunque ni Washington ni Pekín han mostrado interés en competir, excepto en el espacio, con la Luna como primer objetivo chino, cuya cara oculta ya han explorado. Pero si su marcha ascendente continúa mientras la descendente de Estados Unidos se acentúa, alguien tan inestable como Trump puede sentir la tentación de apuntarse un tanto con un incidente que devuelva a su país el rango que tenía. No olvidemos que acaba de darnos un ejemplo de su poca talla de estadista sugiriendo aplazar las elecciones presidenciales por, dice, la poca fiabilidad del voto por correo. ¡Vaya forma de hacer publicidad de su país!

La mayor garantía de que no ocurra nada grave, sin embargo, es que nadie está realmente interesado en que esa guerra fría se convierta en caliente. Las guerra se hacen para ganarlas, cualquier otra salida sería desastrosa para el mundo entero y, especialmente para las dos superpotencias. Posiblemente sigan las acusaciones, los desafíos, los rejonazos, pero cuidándose de no pasar a mayores. ¿De qué serviría a los norteamericanos destruir cien veces China, si los chinos destruyen un par de veces Estados Unidos? Aparte de que en una guerra China-Estados Unidos, la vencedora sería Rusia. Y ambos lo saben. Puede haber una guerra por error, pero tal riesgo lo corremos siempre.

Algún lector echará en falta el papel de Europa en todo esto. Pues ninguno. Europa hace tiempo que dejó de interpretar un papel importante en la política mundial y bastante tiene con ver cómo se las arregla para quitarse de encima el maldito coronavirus que le ha chafado este verano y amenaza con amargarle el otoño. De España, mejor no hablar, ¿verdad? Pues aunque somos número uno, es en víctimas porcentuales de la pandemia.

José María Carrascal es periodista.

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