La nueva ley que iguala los niños a los perros

Decíamos que hay personas que tienen la virtud, o el pecado, de ser en sí mismas el más perfecto resumen de su época. Cierto. Pero estos días hemos descubierto que eso mismo puede predicarse de una ley.

Hace unos días, el BOE publicó la reforma de la Ley Concursal, norma importante que obliga a cualquier profesional jurídico, mínimamente responsable, a asomarse a ella, por protocolario que sea el vistazo. Pero nada más.

El familiar olor de la norma a sacristía jurídica, inofensiva y ensimismada en sus santos y cirios, hacía imposible que generase en nadie interés por su revisión exhaustiva, más allá de los especialistas de la cosa. Ni interés ni, mucho menos, prevención.

Craso error. Una vez más, nada era lo que parecía. Y es que la nueva ley 16/2022 de 5 de septiembre de reforma (según proclama tan asépticamente) del texto refundido de la Ley Concursal eleva hasta su más alto grado de impudicia la famosa naturaleza de ley ómnibus, término utilizado para referirse a aquellas que encierran dentro sí un maremagno de normas que, por razón de sus dispares y específicos contenidos, deberían haber sido objeto de leyes independientes.

La finalidad del ahorro legislativo no suele ser inocente. Dificultar el conocimiento por los ciudadanos de todas aquellas normas que el poder teme que puedan ser impopulares.

O sea, colar de rondón lo electoralmente arriesgado a fin de minimizar daños.

Aquí va lo colado en el BOE del pasado 6 de septiembre, bajo el inocente título de reforma concursal:

"No procederá la guarda conjunta cuando cualquiera de los progenitores esté incurso en un proceso penal iniciado por intentar atentar contra la vida, la integridad física, la libertad, la integridad moral o la libertad e indemnidad sexual del otro cónyuge o de los hijos que convivan con ambos. Tampoco procederá cuando el juez advierta, de las alegaciones de las partes y las pruebas practicadas, la existencia de indicios fundados de violencia doméstica o de género. Se apreciará también a estos efectos la existencia de malos tratos a los animales, o la amenaza de causarlos, como medio para controlar o victimizar a cualquiera de estas personas".

La guarda de un hijo. De esto trata la disposición. Y pese a estar en juego el derecho y el deber de un padre y de una madre de cuidar de su hijo, y de un hijo a ser cuidado por sus padres, el Gobierno la publica oculta en una ley con la que nada tiene que ver, y enterrada además en su vagón de cola, dentro del sumidero de sus disposiciones finales.

La lectura de esta ley, una vez superado el desprecio por la cobardía y la pulsión antidemocrática que demuestra esta práctica legislativa, lo que inmediatamente causa es estupor. Un indescriptible estupor por la desvergonzada entronización de la arbitrariedad judicial que perpetra esta ley y por su absoluta falta de respeto al más elemental derecho de defensa de los ciudadanos.

Porque ¿qué debe entenderse por "amenaza de causar malos tratos a los animales"? ¿Tal vez anunciar, a las puertas del Juzgado de Familia, que ya no se recogerán los excrementos de la mascota preferida del ex? ¿Y qué se entiende por su "prueba"? ¿Bastará con la denuncia del otro?

Pero, sobre todo, ¿cómo puede un juez valorar si mirar con odio al pez payaso se hace "como medio para controlar o victimizar" al excónyuge amante de los océanos?

En definitiva, ¿cómo se puede hacer depender de unas condiciones tan vagas y subjetivas la posibilidad de infligir a un padre un daño tan grave? ¿Cómo se puede consagrar legalmente tan amplio margen de discrecionalidad judicial (si no capricho judicial) cuando se trata de la interpretación y de la imposición a un padre de un castigo tan terrible como es reducir hasta el mínimo la convivencia con un hijo?

Pero, al final, hay incluso otra impresión que supera a todas las demás. La que hace preguntarnos qué ser humano en su sano juicio puede hablar de la amenaza de causar malos tratos a los animales en la misma línea en la que habla de violencia doméstica o de género para, además, terminar disponiendo que la guarda de los hijos dependerá de una y otra, en el mismo nivel.

La respuesta es simple: los mismos que equiparan a perros y a hijos, privando a los hijos de sus padres cuando estos no son merecedores de sus perros.

El problema no es humanizar al perro. Lo que aterra es animalizar al niño.

La vieja técnica de la deshumanización.

Y se tantea con los hijos para luego ir a por sus padres. El imprescindible primer paso para destruir a esos incómodos sujetos, investidos de derechos frente al poder, a los que llamamos ciudadanos.

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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