La nueva normalidad en México no debe ser precipitada

Un trabajador del gobierno con equipo de protección ve pasar a personas en la Central de Abastos, en Ciudad de México, el 8 de mayo de 2020. Credit Toya Sarno Jordan/Getty Images
Un trabajador del gobierno con equipo de protección ve pasar a personas en la Central de Abastos, en Ciudad de México, el 8 de mayo de 2020. Credit Toya Sarno Jordan/Getty Images

The window-halves I’ll throw apart

In muffler from the cold to hide

And call the children in the yard

“What century is it outside”

— Boris L. Pasternak

Pocas veces habíamos enfrentado un futuro tan incierto. Pero ni el confinamiento social ni la suspensión de las actividades económicas —las primeras medidas para controlar la pandemia en buena parte del mundo— pueden continuar de manera indefinida. México, como el resto de los países, empezará a reabrirse.

Sin embargo, la ausencia de claridad en la estrategia del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, para combatir la COVID-19 y para regresar a lo que su gobierno llama una “nueva normalidad”, con la que se busca reiniciar algunas actividades económicas, solo incrementa la incertidumbre.

El gobierno no puede precipitar ese plan ni ser esquivo con los datos concretos: corre el riesgo de prolongar la crisis y aumentar las dimensiones de una enfermedad que ha ocasionado al menos 5666 muertes en el país. Para no tomar decisiones potencialmente equivocadas la solución es simple: pasa por un acto de modestia y apertura de la información. En una democracia sana, el gobierno y sus funcionarios tienen la obligación de abrir a la discusión pública —a los ciudadanos y expertos— los análisis, premisas y datos que usan para sustentar sus decisiones. Es urgente hacerlo ahora, pues el número de casos sigue en aumento.

El escenario en México antes de la pandemia hace que esta crisis pueda ser desastrosa. Cuando la COVID-19 comenzó a extenderse se encontró con un sistema de salud mexicano minado por el centralismo y con un desdén presupuestal que viene desde sexenios anteriores. Ese problema se acentuó con el nuevo gobierno, que, entre otras medidas, había emprendido una migración desordenada del Seguro Popular al Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI).

Además de los problemas institucionales del sector salud, existen otros que tienen que ver con el análisis y representación de los casos de contagio y muerte. Al inicio de la pandemia, las autoridades mexicanas consideraron que se podía monitorear con el sistema Centinela de vigilancia epidemiológica. Todo parece indicar que apostaron por la inmunidad de rebaño, bajo la suposición de que cualquier brote de infección se extinguiría una vez que hubiera un porcentaje suficientemente grande de personas contagiadas que desarrollaran inmunidad ante el virus. Lo que no previeron las autoridades es que el SARS-CoV-2 es un patógeno desconocido: aunque sus modos de transmisión son similares a los del virus de la influenza, es mucho más infeccioso y tiene una mortalidad considerablemente mayor.

Luego del aparente abandono del sistema Centinela, el gobierno ha echado mano de un modelo matemático en cuyo desarrollo ha intervenido el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y del cual no se han hecho públicos datos específicos. Con la escasa información dada a conocer, algunos especialistas en México y en el exterior han señalado sus limitaciones.

Es verdad que toda representación científica de la realidad es limitada, y esto es especialmente cierto en la modelación matemática de las epidemias por la conjunción de datos biomédicos, sociales, ecológicos y económicos. Sin embargo, el modelo por el que optó la Secretaría de Salud no fue sometido desde un principio a un proceso de discusión y crítica abierta a la comunidad científica del país, lo que impidió una evaluación experta —e independiente— de las premisas científicas que lo sustentan.

Al ser cuestionado sobre las características del modelo oficial, el médico José Luis Alomía, director de epidemiología de la Secretaria de Salud, se negó a responder a las controversias y a hablar del modelo que se está aplicando en México. Su respuesta fue inquietante: “Es propiedad intelectual del Conacyt”, y, por lo tanto, no es público.

Si la población en general y su comunidad académica en particular no tienen acceso a la información sobre el modelo, ¿cómo pueden discutir los fundamentos y las decisiones del gobierno? Esa es precisamente la base elemental del quehacer científico y de una sociedad que se asume como democrática. En una crisis como la que estamos viviendo, esa opacidad es inadmisible.

Las autoridades deben compartir los supuestos en los que basan sus modelos, su parametrización y los algoritmos que se están usando para que sus premisas, metodologías, resultados y rangos de incertidumbre sean analizados de manera crítica. Solo así la comunidad académica podrá participar y, finalmente, colaborar para evitar daños mayores.

Antes del retorno a la “nueva normalidad”, debemos todos conocer esos datos. Y es que mientras no exista una vacuna que permita proteger al menos al 70 por ciento de la población, el virus permanecerá agazapado entre nosotros y mantendrá su alto poder de contagio y letalidad. Es mucho lo que ignoramos del SARS-Co-2 y se espera que a esta primera oleada seguirán otras cuya intensidad desconocemos.

Aunque el virus es genéticamente muy estable, tendremos que mantener una vigilancia constante para detectar mutaciones, así como la aparición de resistencia bacteriana a los antibióticos que se están utilizando en los hospitales y nosocomios improvisados que se han habilitado.

El gobierno mexicano debe saber esto como también aceptar que el mundo dejó de ser lo que fue. Por las condiciones de este virus, no podremos terminar el confinamiento sin practicar seguimiento de contactos y la aplicación de numerosas pruebas. Solo mediante estas sabremos cuántas personas están infectadas y en dónde radican para entonces planear un regreso escalonado, altamente regionalizado e intermitente que evite la sobrecarga de nuestro sistema de salud.

Aún estamos a tiempo de corregir los errores y omisiones del gobierno.

Las principales exigencias que deseamos plantear son la transparencia total y la discusión abierta con científicos y especialistas de diversas áreas, fuera de los círculos del poder que hasta ahora han definido el diagnóstico y las respuestas a la pandemia con información que no han hecho pública.

Por lo tanto, es indispensable transformar los órganos de decisión y apoyo de la presidencia en verdaderos soportes que garanticen que los datos demográficos y de origen biomédico —secuencias, cepas y muestras médicas— estén abiertas a la comunidad médica y de investigación. Es necesario también inyectar recursos a programas de investigación científica, tanto para comprender el fenómeno que estamos enfrentando, como para el futuro. Las soluciones para la salud pública vendrán de los descubrimientos y revaloraciones del conocimiento de la investigación biomédica y de los instrumentos más recientes de los enfoques moleculares.

Para regresar a una verdadera “nueva normalidad” será necesaria la participación activa de los científicos, los humanistas y la ciudadanía. De otro modo, estamos condenados a una crisis sanitaria aún mayor y, también, a una democracia empobrecida.

Antonio Lazcano Araujo es profesor de la Facultad de Ciencias de la UNAM. Es autor de varios libros, incluyendo El origen de la vida. José Ramón Cossío Díaz es ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia e integrante de la Academia Nacional de Medicina de México.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *