La nueva oratoria parlamentaria

La oscuridad del baptisterio de la iglesia del Rosario de Cádiz hace de difícil lectura una placa de mármol que informa de que en la pila de alabastro fueron cristianados D. Emilio Castelar, D. Segismundo Moret, D. Manuel de Falla, D. José María Pemán, D. Asís Muñoz y Álvarez de Pinillos.

No está nada mal. En el caso de los cuatro oradores, pienso en el Espíritu Santo bajo su símbolo de lengua de fuego. Para D. Manuel de Falla, el del soplo de viento.

Y en cuanto a Martínez de Pinillos, al ser un hombre de negocios, la paloma no, desde luego, y quizás como naviero el agua, que es otro símbolo del Paráclito.

No descarte usted también la lengua de fuego. La retórica mercantil destaca por su eficacia persuasiva tanto en su manifestación más brillante de los chalaneos de las ferias como en la más lineal y monótona de los discursos en las juntas generales del Ibex 35. Yo creo que es la manifestación más antigua de la oratoria, aunque los sabios dicen que lo fue la forense en la Sicilia helénica, en unos pleitos de tierras o de aguas.

La placa omite el nombre del ministro ilustrado D. Juan Álvarez de Mendizábal, nacido en Chiclana pero bautizado en el Rosario, con cambio de Méndez por Mendizábal para ocultar su origen judío. El párroco consideró que no sería razonable recordar la memoria del promotor de la primera desamortización de bienes eclesiásticos. Hombre, es comprensible. No piense usted que era integrista el párroco del Rosario. Si bien Pemán era un ferviente católico, y Muñoz un orador religioso, ni Castelar ni Moret tuvieron precisamente fama de clericales. El discurso más recordado de Castelar se pronunció concretamente en defensa de la libertad de cultos, en contra del sector más influyente de la Iglesia en aquel momento. Este discurso concluye con uno de los párrafos más famosos de la historia del parlamentarismo español, que usted recordará: « Grande es Dios en el Sinaí, el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz leen vuelve ...». Cuentan las actas del Congreso que al terminar su discurso los aplausos fueron arrolladores y algún célebre cronista de la época afirma que los diputados lloraban y se abrazaban emocionados ante la improvisación genial del orador. Pero no había tal porque el célebre párrafo pertenecía a una novela romántica, Ernesto, que D. Emilio había publicado seis años antes. La maledicencia asegura que, terminado el discurso, mandó D. Emilio a sus secuaces a retirar el libro de las librerías, y pienso que calificar esta afirmación de maledicencia está justificado en la medida que implica que el libro seguía sin agotarse después de seis años, o lo que es peor, que su difusión había sido tan escasa que D. Emilio podía contar con la seguridad de que ninguno de los parlamentarios habría podido descubrir el autoplagio.

La retórica ha variado en sus formas a lo largo de la historia, desde la escueta y punzante oratoria de Cicerón a la tela de araña barroca. Pero su esencia invariable ha sido y es el propósito de persuadir con la palabra, por medio del razonamiento, ya sea en una argumentación política, religiosa o forense. Al ser su instrumento el razonamiento por medio de la palabra, cualquier otra manifestación ajena a ella debe estar siempre limitada a lo imprescindible.

Recuerde usted una excepción sublime a este principio de preeminencia de la palabra que, curiosamente, se dio apenas a unos metros de la iglesia del Rosario, en el oratorio de la Santa Cueva, famoso por sus espléndidos cuadros de Goya. El promotor del oratorio –mexicano, clérigo, marqués, rico e ilustrado– quiso acompañar el sermón de las siete palabras del Viernes Santo con algo que reforzara la eficacia del verbo del predicador en su llamada al arrepentimiento y conversión de los feligreses. Para ello encargó a Franz Joseph Haydn su magnífica composición «Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz », que el propio compositor adaptó posteriormente para cuarteto de cuerda. El preludio atraía la atención de la feligresía. Después, siete sonatas lentas y armoniosas facilitan la meditación sobre cada una de las partes del sermón. Y, por último, el Terremoto final presto contutta la forza mueve inevitablemente al arrepentimiento al más recalcitrante de los pecadores.

No podría citar, ciertamente, ningún otro caso de tan notable acompañamiento a la palabra en una pieza oratoria.

Los grandes oradores de la izquierda no han sido en general ajenos a las reglas del comedimiento gestual en la oratoria. Recordemos la rigurosa estampa de Lenin en la estación Findlandsky, donde, a pesar de estar dando la salida a la más famosa revolución de la historia, no pasa en su ademán de un austero saludo al auditorio con su gorra en la mano (derecha, por cierto).

Ahora bien, no se olvide usted de que la izquierda ha sido también proclive a los gestos que pudieran condensar sin necesidad de palabras algunos de sus principios ideológicos básicos, como sucede con el poco tranquilizador y amenazante puño en alto. La nueva izquierda progre y populista ha dado un nuevo salto adelante y promueve cada vez más una retórica directa del gesto y del aspaviento, limitando muchas veces la palabra a eslóganes en pareado. Por citar algún ejemplo, el que usan las feministas con los pulgares y los índices en un triángulo como metonimia evidente del cuerpo femenino, para reforzar el poco razonable argumento de que la que pare decide.

¿Y que nos deparará la actual legislatura, sea larga o corta?

Pienso yo que momentos inolvidables, atendiendo a lo visto en la sesión de investidura, por no hablar de la constitutiva del Congreso de hace unas semanas: violencia dialéctica y sobreactuación, con maneras parlamentarias, todo hay que decirlo. Y sobre todo reforzamiento del argumento con la apariencia, los gestos y el vestuario de los oradores: puños en alto; besos apasionados; tatuajes y peinados inverosímiles llamados rastas; ausencia de corbatas y prendas con una apariencia deliberada de rotación escasa; charangas para animar la entrada de los diputados al hemiciclo; y, por si faltara algo, la conmovedora imagen de bebés tiernamente amamantados.

Parece más bien una protesta contra sastres, peluqueros y guarderías.

Digo yo.

Daniel García-Pita Pemán, jurista.

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