La nueva política también envejece

El mito de las primarias no deja ver el bosque. Todas las esperanzas de regeneración de los partidos políticos consisten ahora mismo en desviar la elección de sus líderes de los congresos preceptivos —ordinarios o extraordinarios— a un proceso de designación teóricamente más representativo porque interpreta la voluntad de todos los afiliados y simpatizantes. Pero el mismo resultado podían dar los congresos porque los presentes no eran sino delegados de las distintas agrupaciones que se habían comprometido en representar un mandato de voto. Los congresos de partido pueden llevar a decisiones de consecuencias nefastas, pero tampoco las primarias dan la seguridad de plenos aciertos. Lo decisivo es el espíritu con que los partidos llegan a sus congresos. En sus mejores momentos, logran un equilibrio entre el interés partidista y el afecto al bien común. Desafortunadamente, abunda más la consideración de partido que el interés público, pero no es inevitable que eso ocurra. Tampoco es indefectible que las primarias garanticen decisiones más auténticas y compartidas. La democracia es un espíritu y no tan solo una fórmula.

Pero ahora damos por supuesto que los congresos son un procedimiento troglodita y que las primarias son el antídoto ante la desafección que parte de la ciudadanía siente por el sistema de partidos y por la política en general. De la experiencia de las primarias se deduce que no desalientan la confusión. Es más: posiblemente la incrementan. Sin buena política, sin buenos candidatos, sin debate de ideas y futuros, las primarias son tan insustanciales como el mecanismo de elección de los congresos. Es esta adulteración lo que lleva al populismo antisistema que etiqueta a la clase política como casta. Sin duda, existen síntomas de gestación de una casta, pero no son deterministas. Importa más querer hacer las cosas bien, de modo transparente, con voluntad de bien público, sin necesidad de echar el agua de la bañera con el niño dentro. La mayor falacia antisistema consiste en prometer lo imposible.

Otro elemento de nueva política que ha llegado a indicios de senectud es la cuota de las juventudes de los partidos en las listas electorales. Es cierto que así se quiso incentivar la participación de los jóvenes en la política, pero al final resulta un coto para la ascensión política de jóvenes que solo saben de vida de partido y poco de la realidad del país. Fueron un módulo de discriminación positiva, con la mejor de las voluntades, pero existe ya suficiente evidencia empírica como para sospechar que la discriminación positiva acaba tenido resultados totalmente distintos a los que se preveía. La política de las cuotas de juventudes de los partidos en congresos y candidaturas ha generado una cierta esclerosis y otro argumento para la debelación de una casta que se supone más próxima a una cuarta parte de El padrino que a la necesidad de regenerar la vida de los partidos. Otra cosa sería preguntarse si las juventudes de los partidos tienen sentido y, en caso negativo, si no sería mejor disolverlas.

Un cierto descrédito de la política, ¿se debe a la ausencia de primarias o a la corrupción? Ciertamente, la corrupción tiene mucho más peso. La materia prima de la política es humana, y por lo tanto finita, sensible a las tentaciones. Ha habido intentos de dar transparencia y rigor a la vida interna de los partidos pero, según las encuestas, sin la debida credibilidad. Existe por en medio el problema crónico de la financiación. Al final, nada se resuelve, por unos y por otros. En tal caso, ¿por qué cada uno de los partidos no se impone medidas ejemplares en su gestión, procedimientos de filtraje, penalización y ostracismo? No es saludable tener que acabar esperando un dictamen judicial, ni para los jueces ni para los políticos, pero sobre todo para la ciudadanía.

Un método pudiera ser la fiscalización interna de todos los miembros del partido que forman el aparato —los tesoreros, por ejemplo— o que desean ser candidatos. Un severo sistema de escrutinio no evitaría desafueros de corrupción, porque incluso con el tamiz más drástico pueden colarse sinvergüenzas, incompetentes y gentes de mal vivir. Incluso se daría el caso de la personalidad integra que al llegar al poder se corrompe. Sí, así es la naturaleza humana, siempre imperfecta, y por eso la política es perfectible pero nunca será perfecta.

De todos modos, la ejemplaridad de por sí ya sería un filtro y la penalización, una advertencia. Sin candidatos como doctores en leyes sin tener el doctorado o que hayan ocultado bienes, los partidos contribuirían a la higiene pública. Cualquier buen ciudadano aprecia el tamiz de la honestidad. ¿Cómo pedir para el candidato la confianza ciudadana, si su honestidad no ha sido ratificada por su partido? La política ganaría en inmediatez y credibilidad. Los más beneficiados, por supuesto, serían los políticos de verdad. La buena política no caduca.

Valentí Puig es escritor.

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