La nulidad de las promesas electorales

Cuando a principios de los años 70 estudié Derecho, las donaciones entre cónyuges eran nulas, por aplicación de una vieja regla del Derecho Romano de la que nuestro Código Civil sólo exceptuaba «los regalos módicos que los cónyuges se hagan en ocasiones de regocijo para la familia».

Para Ulpiano, esa prohibición evitaba que se pusiera precio al afecto conyugal y que su mutuo amor hiciera que los cónyuges «se expoliaran»; para Cecilio, tales donaciones «podían dar origen a discusiones entre los cónyuges si el más rico no fuera generoso con sus regalos»; y Javaleno aducía un caso concreto de «compra del afecto»: la mujer de Mecenas había obtenido valiosos regalos de su esposo bajo amenaza de divorcio.

En otros lugares y tiempos la limitación fue menos estricta. Así, el Fuero Juzgo prohibía las donaciones sólo durante el primer año de matrimonio (quizás porque pensaba que los recién casados seguían encandilados); y en Francia las donaciones no eran nulas, sino tan solo revocables en vida. Pero la prohibición sufrió un golpe mortal en 1973, cuando la Corte Constitucional italiana la anuló porque era discriminatoria contra los casados, lo que llevó a que en 1981, cuando se reformó el Código Civil para adaptarlo a la nueva Constitución, España también la derogara.

La nulidad de las promesas electorales

Paradójicamente, casi al tiempo, la Constitución española incluyó una limitación de la iniciativa parlamentaria que puso coto a otra «compra del afecto»: el del votante por los partidos políticos que aspiran a representarle.

Esa compra del afecto político es, en realidad, más peligrosa, pues los candidatos no empeñarán sus propios recursos, como Mecenas, sino los públicos, lo que les hará más dadivosos; además, en la vida política y en la política presupuestaria hay fuertes barreras informativas y elevados costes de movilización política, lo que favorece la pasividad de los expoliados, como explicó con elogiable claridad el gran sociólogo y economista italiano Vilfredo Pareto en 1897 en su Curso de Economía Política: «La intensidad de las acciones de los hombres no es proporcional a las ganancias y pérdidas que provocan sus acciones. Cien hombres a los que se prive, a cada uno, de un franco no se defenderán con tanto vigor que aquél a quien le mueve el deseo de apropiarse de los cien francos. Hará falta naturalmente un pretexto para esa apropiación, pero si se encuentra uno más o menos plausible, se puede asegurar que no será la resistencia de los expoliados la que haga fracasar la operación» (par. 1046, Libro III).

Para limitar las promesas y dádivas de los candidatos, las grandes democracias limitaron la capacidad de los diputados para proponer gastos. La primera en hacerlo fue Inglaterra cuando en 1713, poco después de la Gloriosa Revolución, el Parlamento estableció que «las únicas enmiendas admisibles son aquéllas dirigidas a reducir las sumas solicitadas [por la Corona]», no a ampliarlas. La regla se amplió luego a las bajadas de impuestos y se extendió por otros países, incluida España, donde llegó en 1918, tuvo reflejo en la Constitución de la República y en las normas franquistas, y quedó plasmada así en el artículo 134.6 de la Constitución:

«Toda proposición o enmienda que suponga un aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios requerirá la conformidad del Gobierno para su tramitación».

La limitación ha suscitado controversia, pues para unos sólo se aplica a iniciativas posteriores a la aprobación de la Ley de Presupuestos, mientras que para otros limita también las enmiendas al propio proyecto de ley de Presupuestos, sensata interpretación que hicieron suya los Reglamentos del Congreso y del Senado. En mi opinión, el artículo 134.6 no sólo debe aplicarse con el mayor rigor a cualquier iniciativa parlamentaria, sino que su espíritu debe también respetarse en otros supuestos extraparlamentarios en los que late el mismo problema de la compra de afectos políticos.

Así, ningún político respetuoso con el espíritu de la Constitución debe lanzar una campaña de recogida de firmas a favor de una bajada de impuestos o en contra de una subida, como hizo Esperanza Aguirre en 2010 cuando el Gobierno subió el IVA para frenar el déficit.

Por parecido motivo, cualquier promesa electoral que entrañe aumento de gastos o bajada de impuestos –esto es, que pueda agravar el déficit público o impedir que se reduzca–, debe considerarse nula, como las donaciones entre cónyuges antes de 1981, o, al menos, revocable si quien las formula alcanza el Gobierno.

En realidad eso ya ocurre, para frustración de muchos ciudadanos ingenuos: así, el presidente Zapatero, tras su conversión paulatina a la sensatez en mayo de 2010, tuvo que desdecirse de muchas medidas anteriores (como los célebres 400 euros por niño); en 2012, el Gobierno de Rajoy incumplió radical, pero acertadamente las promesas de bajadas de impuestos que había hecho durante la campaña electoral; y en Grecia, el señor Tsipras y Syriza han tenido que renunciar a las promesas económicas que les llevaron al poder.

Como señalaba hace unos días un editorial de este periódico, en España ya parece haberse iniciado una nueva «subasta electoral» entre los partidos políticos que concurrirán a las próximas elecciones generales y competirán por el afecto de los electores. En mi opinión, los ciudadanos debemos considerar cualquier promesa electoral que pueda aumentar el déficit o dificultar su reducción como un piadoso deseo, como una mera intención cuyo cumplimiento quedará condicionado a que el nuevo Gobierno, tras estudiarla, la considere viable y autorice su tramitación parlamentaria.

No veamos en esa limitación una imposición de la Unión Europea, de Alemania u otros Estados miembro del euro, o de nuestros acreedores. Es tan solo un sensato mecanismo que, descubierto en Inglaterra en los albores de la democracia, pone coto a la tendencia al déficit presupuestario y a la dadivosidad de los políticos que la competencia electoral genera de forma espontánea en las democracias.

Nada hay de malo, en principio, en que un estado incurra en déficit presupuestario en tiempos de recesión. Pero si ese déficit es permanente y elevado, no nos engañemos: no es que el país esté siguiendo voluntariamente una política fiscal anticíclica o keynesiana, sino que es una democracia fallida cuyos representantes políticos son incapaces de conciliar el deseo de gasto público de aquéllos a quienes beneficia con la disposición a pagar impuestos de aquéllos llamados a sufragarlo.

Manuel Conthe es presidente del Consejo Asesor de Expansión y Actualidad Económica.

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