La obra de un gigante

«La Familia de Juan Carlos I», cuadro que culmina la exposición «El retrato en las colecciones reales», es la obra de un gigante. El asunto está en saber si el gigante es el pintor, Antonio López, o el Heredero, Felipe VI; o ambos.

Lo que sigue son unas impresiones personales en la contemplación del lienzo (3X3,39 m.) en el Palacio Real. No se trata de las de un especialista, lo cual me hace pensar que quizá muchas otras personas las hayan experimentado parecidas. Me planté ante el cuadro con el ojo premeditadamente virgen, no pertrechado de análisis hechos con motivo de su presentación (más de veinte años después de haber sido encargado, en 1993).

«La familia de Juan Carlos I» cierra la exposición palatina. Este adjetivo tiene su expansión, pues vale tanto para lo relativo a palacio como para lo relativo al paladar: es una obra de arte que se paladea en Palacio. El sabor instantáneo es el de la luz. El lienzo desprende una luminosidad de fondo entre grata y anodina, una claridad fácilmente asimilable a cualquier nitidez simbólica sobre la Familia Real. La ropa femenina –gustos y anacronismos aparte– participa de esa diafanidad. Los trajes grises de los dos Reyes dan la compensación cromática y el contrapunto a las sensaciones etéreas. Esto es el impacto directo. Luego, inmediatamente, se impone la presencia gigantesca del Príncipe, hoy ya Felipe VI.

La imponente figura de Don Felipe, a la derecha de la composición, excede –o desdeña– la noción de la perspectiva. Está y no está, a la vez, en el mismo plano que sus familiares. Su magnitud –por muy alto que sea el personaje– no guarda proporción respecto al resto. Aunque se encuentra junto a ellos, en una posición adelantada que no basta para explicar físicamente tal engrandecimiento, se diría que señorea la escena desde un ámbito propio, independiente y un punto desligado. El efecto es desconcertante. La vista, incomodada, no sabe cómo interpretar ese enigma espacial y se siente confusa. Estas percepciones se refieren a la contemplación in situ, con un ángulo visual a pie de cuadro; la fotografía puede alterarlas. Sobre el terreno, lo colosal de Don Felipe reduce extrañamente –sobre todo en el caso de Don Juan Carlos– el tamaño de los otros miembros de la Familia Real, cuya aventajada estatura pierde su característico relieve por el efecto óptico. Doña Sofía sonríe. Quizá le sobrevino la sonrisa no en el posado, sino –por esa magia inherente a los reyes– ya en el cuadro, al saber que cuando se montó la exposición pudo conseguirse finalmente un retrato individual suyo por cortesía de la Escuela Musical Reina Sofía, de Paloma O´Shea. En Patrimonio Nacional no existía ninguno.

Si no físicamente, la preeminencia de Don Felipe podría explicarse por razones simbólicas, ya que se trataba del Heredero. Pero este criterio sería aún más costoso de entender. Primero, porque es opinión generalmente aceptada que el largo reinado de Don Juan Carlos, con sus hitos democráticos, ha sido uno de los más importantes de la historia de España. Y segundo, porque en todo caso la etapa juancarlista, rica en tiempo y en acontecimientos positivos, ya está cumplida y completa, mientras que la felipista, apenas naciente, está por escribir. Todavía no puede saberse si la historia refrendará su colosalismo pictórico. Y si lo refrendara, debería ser en otro cuadro. ¿O este lienzo va a cuadrar una moda consistente en que los futuros retratos de la Familia Real primen la figura del Heredero sobre la del Rey que dé título a la obra?

Otra cuestión es el semblante de Don Felipe. Cuesta ver en la pintura al personaje real –de realidad, no de realeza–, y no tengo la impresión de que se deba a los decenios transcurridos. La obra fue trabajada también sobre imágenes fotográficas, que a veces desvirtúan los matices de un rostro. El caso es que no logré ver a Don Felipe; a un gemelo suyo quizá sí, pero de expresión diferente. No es una turbación menor, tratándose de un alarde hiperrealista. Confieso finalmente, por bajar a pie de obra, que me habría gustado que los zapatos de Don Felipe, un prodigio de lustre en su uso diario, brillaran tal cual en la tela, donde tienen más bien una penuria mate, como las de esas nubes blanquecinas que quedan en la piel del calzado cuando se seca después de haber estado muy sometido a los charcos o la lluvia.

Mientras me hacía estas precarias reflexiones de limpiabotas diletante, oí que una mujer, a mi lado, comentaba: «Este cuadro está hecho sin ningún entusiasmo». La mujer tenía un aire sumamente intuitivo.

Todas estas observaciones podrán ser rebatidas con facilidad. Perfectamente. El ojo del gigante don Antonio siempre ganará a cualquier otro. Pero, así como el pintor libre reclamó con todo derecho su propio ritmo, también puede reclamar el suyo la libre mirada ajena. Quizá dentro de veinte años la mía acabe por captar este cuadro cabalmente.

Ignacio Torrijos, periodista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *