Por Manuel Álvarez Tardío, profesor de Historia Política de la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 04/01/06):
DE un tiempo a esta parte, el discurso sobre el pasado ha ido ganando terreno en la vida política nacional, sobre todo a raíz de algunas de las decisiones y comportamientos del actual Gobierno y muy especialmente de sus principales socios parlamentarios. Como si no tuviera problema alguno que gestionar, el Gobierno catalán acaba de anunciar que prepara un acto especial para recibir los fondos documentales del Archivo de Salamanca, en lo que interpreta como un acto de justicia histórica que debe ser celebrado por todo lo alto.
El recurso a la historia no es nuevo en el lenguaje de los políticos; forma parte de la arquitectura más elemental sobre la que descansan las estrategias de acción política. Los políticos no pueden prescindir de la historia. No sería bueno que renunciaran a ella. La necesitan para construir discursos coherentes, para fijar estrategias políticas, para tener conciencia del pasado y saber afrontar el presente. El pluralismo político, que es una de las esencias de la democracia liberal, sólo es posible si la gran mayoría admite que no hay una única verdad y que, por tanto, las ideas del adversario son legítimas. El pluralismo implica diferencias de criterio respecto del análisis del pasado. Y es bueno que así sea.
Sin embargo, la influencia del análisis histórico sobre la acción política tiene algunos límites. Uno de los pactos más valientes y delicados de nuestra Transición consistió, precisamente, en desterrar el debate sobre el pasado de los argumentos que debían confrontarse para construir unas reglas del juego comunes. No implicaba eso que el pasado dejara de ser referencia del discurso ideológico de cada cual. Cerrada la Transición, cada uno era muy libre de interpretar la historia como le pareciera, con una salvedad: que la participación necesaria del pasado en el debate político no sirviera para cuestionar la legitimidad democrática del adversario, esto es, para convertirle en enemigo del sistema.
Durante años, quienes rechazaron ese pacto, la Izquierda Republicana de Cataluña, fundamentalmente, aunque también, a partir de un cierto momento, los sucesores de Carrillo al frente del Partido Comunista, hicieron todo lo posible por denunciarlo y utilizaron recurrentemente la apelación al pasado para cuestionar la calidad de nuestra democracia y la legitimidad de un gobierno conservador. Ahora, tras la formación de un gobierno que se mantiene en pie, en Madrid y en Barcelona, gracias al apoyo de esas dos fuerzas políticas, nos encontramos ante una situación que era previsible: el Ejecutivo no tiene inconveniente, todo lo contrario, en afirmar que una de sus tareas fundamentales ha de consistir en saldar una deuda que la política española tiene con el pasado. No conviene olvidar, por otra parte, que destacados líderes socialistas vienen afirmando desde hace varios años que quizá se cedió demasiado en la Transición y que podría haber llegado el momento de usar el poder político para recuperar eso que llaman memoria histórica.
El asunto de los papeles del Archivo de Salamanca y la ley que parece estar preparándose para recuperar la dignidad de las víctimas son dos ejemplos elocuentes. Más importancia tiene, sin embargo, que el discurso de algunos de los principales líderes del PSOE, y en varias ocasiones del propio presidente del Gobierno haya contado con significativas referencias al pasado, y en concreto al franquismo.
Hay al menos cuatro razones que pueden explicar esa obsesión por el pasado. La primera, bastante evidente, es que distrae a los ciudadanos de las cuestiones capitales del presente. La segunda tiene que ver con el arraigado convencimiento de la izquierda española de que su comportamiento siempre ha sido intachable en la defensa de las libertades, y que, por tanto, hablando del pasado dictatorial, sólo la derecha puede salir perjudicada. Tercero, puesto que no han pasado tantos años desde que acabó la dictadura, en una parte muy importante del electorado de izquierdas las consideraciones sobre el franquismo contribuyen a reforzar sus señas de identidad ideológicas, especialmente en un contexto en el que la competencia democrática resta valor a los perfiles políticos frente a los gestores. Y cuarto, el regreso del pasado puede contribuir poderosamente a dividir a los conservadores, entre los que sigue habiendo importantes fracturas y complejos mal superados.
Pero, siendo todo lo anterior importante, la actualidad del pasado en el discurso político de la izquierda remite a un factor de mayor calado, el mismo que explica lo poco que parece importar al PSOE desmarcarse de posiciones de centro y gobernar apoyado en partidos de dudosa lealtad constitucional. La clave reside en el hueco que dejó en la izquierda española el abandono de las que habían sido sus referencias ideológicas clásicas, y en especial lo que el marxismo y el lenguaje de la revolución habían significado para la historia del PSOE. ¿Hizo este partido su propia transición a la democracia? En términos formales sí; pero conviene recordar, ahora que a algunos líderes socialistas les gusta identificar al PP con Gonzalo Fernández de la Mora, que no hubo una renovación de ideas duradera y bien discutida. Tampoco es que lo creyeran necesario, la verdad, dado que nunca han puesto en duda las credenciales democráticas de su actividad política en el siglo XX.
El pasado, por tanto, es un poderoso ingrediente de relleno que oculta una pérdida de identidad ideológica. Y si el centro-derecha no sólo es capaz de ganar unas elecciones por mayoría absoluta, sino que además demuestra su eficacia en la gestión, como ocurrió tras el año 2000, qué mejor defensa que un buen ataque con las armas simbólicas que mejor movilizan y sensibilizan a gran parte de los votantes de la izquierda: la memoria histórica del antifascismo. Si ahora resulta que también los nacionalistas fueron víctimas de honor de la dictadura, que no hubo verdadera guerra civil en Cataluña y que nadie más que ellos contribuyeron a recuperar la democracia en España, nada mejor que ponerse manos a la obra. Veremos cómo se las apañan los sabios que gusta nombrar el Gobierno -alguna idea podemos hacernos por lo resuelto en el caso del Archivo- para encontrar el justo medio en el que hacer una política que recupere la dignidad de las víctimas (no sabemos si de todas). Mientras, habrán conseguido al menos que una parte importante del electorado vea en el PP un adversario ilegítimo. Habrá que entenderlo, me temo, como una nueva contribución de la izquierda a la estabilidad y calidad de la democracia.