La obstinada sordera de Daniel Ortega

Daniel Ortega no quiere escuchar. El pueblo le exige que renuncie, la Iglesia católica le ha plantado cara y la comunidad internacional mantiene la condena contra su Gobierno, pero el guerrillero convertido en caudillo prefiere taparse los oídos. Confía en que el cansancio o el miedo rendirán a los manifestantes en las calles de Nicaragua. Una apuesta peligrosa.

Con un total de 22 años al frente del país, divididos en dos momentos de once años cada uno, Ortega entiende el poder político como una plaza conquistada de la que solo se sale con los pies por delante. Las tres derrotas electorales que sufrió en 1990, 1996 y 2001 contribuyeron a esa actitud obcecada.

El mandato de la excéntrica pareja que conforma junto a su esposa y vicepresidenta de la nación, Rosario Murillo, no es de esos que acaba con un avión despegando en la madrugada, repleto de dólares. Nada apunta tampoco a que ambos tengan la grandeza histórica de pactar una salida negociada que les permita abandonar Managua.

La obstinada sordera de Daniel OrtegaUna de las más importantes lecciones que aprendió Ortega de su mentor Fidel Castro se resume en que los timones del país solo se sueltan con la muerte o cuando se tiene a un sucesor manejable y entrenado para que se haga cargo. Si este último comparte, además, buena parte de los genes con el mandatario saliente, mejor todavía.

Sin embargo, al líder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) apenas le quedan aliados dentro de sus antiguos camaradas. Como en esas novelas de dictadores que salpicaron la literatura hispanoamericana del siglo XX, Ortega vive aislado y encerrado en un mundo distante de la realidad nicaragüense, donde lo mantiene en pie un solo objetivo: controlar a toda costa el país.

Para lograrlo, cuenta por el momento con el Ejército, la Policía y las tropas de choque de la que echan mano todos los regímenes autoritarios. En Cuba esas turbas, aupadas por la temida Seguridad del Estado, orquestan los llamados actos de repudio contra disidentes; en Venezuela son los motorizados los que siembran el miedo y en Nicaragua las hordas orteguistas han causado decenas de muertes en los últimos días.

Esta semana, la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH) informó de que al menos 285 personas han fallecido a manos de grupos armados del Gobierno en el país centroamericano desde que el 18 de abril comenzaron las protestas, unos asesinatos que, en lugar de paralizar a los manifestantes, han encendido los ánimos y le han dado al proceso un martirologio inspirador.

Ahora la dupla Ortega-Murillo no se enfrenta solo a jóvenes que aparcaron su apatía política, hartos de su esperpéntico Gobierno, sino que sus oponentes están alimentados con el poderoso combustible de un ideal: la búsqueda de la libertad y el fin de un régimen de tintes dictatoriales. Aquella mística de la que se apropió el líder sandinista en su lucha contra la dinastía de los Somoza está hoy en manos de sus contrincantes.

La revuelta llega también en medio de un adverso panorama económico para el orteguismo. Tras su vuelta al poder en 2007 contó con el apoyo de la Venezuela de Hugo Chávez, lo que permitió a Nicaragua mantener indicadores de crecimiento que eran puro espejismo. Fueron largos años de bonanza para Managua, que contribuyeron a la actual ruina de Caracas.

La panacea terminó. La crisis venezolana hizo menguar la ayuda, el país centroamericano se resintió con los recortes y la gente comenzó a desesperarse. Las costuras de un régimen que recorta derechos y silencia a sus críticos se hicieron más visibles. El acuerdo nacional que había logrado el exguerrillero con los empresarios y la Iglesia saltó por los aires con una reforma de las pensiones que actuó como detonante de la inconformidad social creciente.

Al estallido, el sátrapa respondió con intimidación y terror. En la escuela de los revolucionarios latinoamericanos que llegaron al poder primero por la vía armada, no aprendió otra manera de lidiar con una protesta cívica que la fuerza, nunca conoció ningún otro método para responder a una crisis que no fuera imponer su inapelable y absoluta voluntad.

Solo al comprobar la magnitud del rechazo social que llenó las ciudades cedió al diálogo nacional con la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, que reúne a representantes del sector privado, la sociedad civil, los estudiantes y los campesinos. Poco después se retiró y tiró la puerta al considerar la demanda de su salida del poder como un “golpe de Estado”.

Ahora el caudillo espera un milagro. Apuesta por que pasen los días, disminuya el entusiasmo en las calles y la represión disuada a los manifestantes. Hace llamados a una paz que entiende como el silencio de los dóciles. Pero la pesadilla de un mañana con Ortega y Murillo logra en muchos un efecto contrario, la convicción de que deben arriesgar la vida antes de que volver a ese escenario.

Acorralado, el presidente nicaragüense sabe que una investigación de los hechos de violencia de las últimas semanas lo dejará peor parado, especialmente si se hurga en la ofensiva que lanzaron las tropas del Gobierno en la ciudad de Masaya. En la antigua cuna del sandinismo, ubicada a 28 kilómetros al sureste de Managua, hubo al menos una decena de muertos e igual número de desaparecidos.

Ortega sospecha que si abandona la presidencia la diatriba pública caerá sobre su gestión, la gente no tendrá miedo a contar lo que ha vivido en estos años y terminará frente a un tribunal donde se le juzgue tanto a él como a su esposa por delitos que van desde los malos manejos del dinero público hasta el asesinato de civiles. El temor a ese momento redobla su convicción de no entregar, mientras viva, el mando del país.

El poeta Rubén Darío escribió un cuento que calza a la perfección con la actitud que mantiene Ortega. En El sátiro sordo, este nicaragüense universal retrata a una criatura incapaz de apreciar los diversos sonidos de la floresta en la que vive ni de bailar al son de la música de Orfeo. Sus oídos no pueden captar las melodías, al igual que el dictador de Managua ha perdido toda posibilidad de percibir la voz de los ciudadanos.

No oye ni las demandas ni los alaridos. Ha decidido esperar a que pase esta algarabía que no puede comprender porque hace mucho tiempo que se apartó del pueblo. Aunque su sordera política lo protege también lo hunde, porque los gritos cada vez están más cerca de palacio.

Yoani Sánchez es periodista cubana y directora del diario digital 14ymedio.

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