La ocasión hace al ladrón

Los nuevos casos de presunta corrupción en la vida política española han encendido los ánimos de la población y la indignación ha vuelto a salir a la calle. Pero la indignación, por comprensible que sea, no es una disposición del espíritu que invite necesariamente a la reflexión crítica. Más bien, si no se dirige con inteligencia, deriva en ira. Por eso, es una insensatez aprovecharse de ella, tanto si es por razones partidistas como si es –en el caso de intelectuales, periodistas y moralistas en general– para congraciarse con un pueblo irritado.

Desde mi punto de vista, lo primero que hay que distinguir de manera cuidadosa es el juicio que nos merece la conducta individual, tanto del corruptor como del corrupto y, de la otra, las condiciones sociales que amparan a uno y otro y que los hacen impunes a la sanción pública. Y si no es mi intención relativizar la gravedad de las conductas individuales, en este primer plano, sí que hay que decir que la corrupción es tan antigua como la humanidad. No me cansaré de citar una obra como la Breu historia de la corrupció de Carlo Alberto Brioschi (La Campana, 2009) para calibrar la magnitud de este tipo de conducta humana en una perspectiva larga en el tiempo y ancha en el espacio, y para descubrir con desolación a grandes personajes históricos que también sucumbieron miserablemente a la tentación de todo tipo de corruptelas.

Ahora bien, en mi casa siempre había oído decir aquello de “qui trafica amb oli, se n’unta els dits” (algo así como “la ocasión hace al ladrón”), un refrán que no se usaba tanto para condenar los dedos sucios como para prevenir del tráfico de aceite. Era, sobre todo, una invitación a evitar la tentación. Quiero decir que, más allá de las debilidades humanas, la segunda dimensión de la corrupción es la que pone la atención en las oportunidades para que se produzca. Sí: no es tanto que los ciudadanos de otras latitudes más al norte sean moralmente más íntegros, sino que allí hay menos oportunidades para este tipo de despilfarro de dinero público, para el enriquecimiento ilícito o para el tráfico de influencias.

El caso, sin embargo, es que la indignación de estos días se centra, precisamente, en las personas. En la calle se piden dimisiones y condenas sumarias, sin juicio. De manera que la primera víctima de la indignación es una de las reglas fundamentales del sistema democrático, o sea, la presunción de inocencia. Es decir, nos cargamos uno de los pilares básicos de aquello que precisamente habría que defender para resolver el problema: un sistema judicial y una cultura jurídica impecables. Para más desgracia, la ira desatada no entiende de distinciones, y con el descrédito de un político o de un partido, todos los políticos y todos los partidos acaban mereciendo la misma desconsideración. Parece mentira que nuestros dirigentes no se den cuenta de que en el espectáculo vengativo de un “y tú, más”, nadie se salva y todos se condenan.

Es por esa razón que, como se puede comprobar en tantos casos, estas lógicas indignadas se acaban escapando de las manos incluso de los que las defienden honestamente y derivan en populismos de peor naturaleza política que la que se pretendía erradicar. Si el acento del problema se pone en la pérdida de confianza en los líderes, se va a creer que la solución se encuentra en el descubrimiento de un nuevo líder, ahora sí, honesto y de fiar. Pone los pelos de punta oír estos días ciertas reacciones que añoran el retorno de regímenes autoritarios, como si aquel que algunos tuvimos la desgracia de conocer fuera ejemplo de buena conducta moral. El caudillismo se asegura la confianza a base de exigir adhesiones inquebrantables y de callar a quien lo pone en riesgo. La ira popular no conduce a la reforma del sistema sino a la sustitución de un líder abatido por otro más fuerte. Es decir, en lugar de evitar el tráfico de aceite, se conforma con unos dedos que disimulen mejor que están untados.

En este sentido, pedir ahora unas elecciones anticipadas es una verdadera barbaridad. Cuando oigo decirlo a personas aparentemente serias, tiendo a pensar que están convencidos de que no pasará y que sólo buscan la erosión oportunista del adversario. Algunas encuestas de última hora apuntan hacia lo que digo: el descrédito del PP y la pérdida de intención de voto no aprovecha al principal partido de la oposición y ahora martillo de corruptos, sino a las formaciones que encarnan mejor las derivas populistas. Ahora, unas elecciones anticipadas, pondrían una soga en el cuello de un sistema debilitado e impedirían hacer los cambios que son necesarios para evitar que se repita el escándalo. Ahora sería hora de la actuación rápida y colaborativa para acabar –para seguir con el refrán– con el tráfico de aceite. Y, además de separar de la vida política de manera preventiva a los implicados más directos en los casos descubiertos, ayudaría a aplacar la irritación popular que se reconocieran las prácticas ilícitas y, en la medida de lo posible, se restituyera el daño causado.

Comprendo la dificultad de establecer un punto cero para volver a empezar con unas nuevas reglas: una nueva ley de partidos, el control riguroso del uso del dinero público, unos castigos tanto o más ejemplares para los corruptores que para los corruptos, etcétera. Pero el no reconocer las maldades que ha provocado el modelo actual es una de las principales razones de la dificultad de cambiarlo. Haría falta que las nuevas reglas previeran cómo se resuelven los casos anteriores, dando la oportunidad de hacer transparentes los abusos a cambio de algún tipo de amnistía. Hace falta una regeneración democrática radical. Pero eso no se arregla sólo con una sustitución de personas, sino con un cambio de modelo. Sería importante no equivocarnos de problema: la condición humana no cambia, pero se pueden modificar las normas que poco a poco la civilizan.

Salvador Cardús i Ros

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