La occidentalización del Pacífico, una empresa española

Una cómoda autopista rompe actualmente los ochenta kilómetros de selva que separan al Atlántico del Pacífico en la parte más angosta del istmo panameño y que une la ciudad de Portobelo, testigo mudo del esplendor de las ferias que allí se celebraron en los siglos XVI y XVII, con la de Panamá, vorágine espectacular de un resurgir casi instantáneo. Son como una síntesis de lo que significó y significa el paso transístmico atrapado en el tiempo. Portobelo, con su bella bahía, sus grandes baluartes en ruinas, la Aduana restaurada y unas pocas y modestas casas, nos remonta a un pasado remoto que no ha dejado de existir. Simplemente se ha trasladado a orillas del Pacífico, donde la ciudad de Panamá crece día a día gracias al impresionante Canal, una deslumbrante obra de ingeniería que se ha convertido en el paso obligado para la navegación entre los dos Océanos. Un Canal construido siguiendo el mismo camino que se abrió en el siglo XVI a través del río Chagres que era atravesado cada año por caravanas de mulas o barcazas llenas de ricos productos europeos para retornar cargadas de plata del lejano Perú. Una empresa española desde su comienzo, que dejó en manos francesas primero y después americanas, la posibilidad de coronar un proyecto que los españoles presintieron y practicaron durante tres siglos.

El momento crucial de todo ello fue del 25 al 29 de septiembre de 1513, cuando Vasco Núñez de Balboa, pudo contemplar primero y sumergirse después en el tan ansiado Mar del Sur, bautizado con el nombre que lleva actualmente por lo serenas que parecieron sus aguas que iban y venían en interminables mareas. Pero todo hecho, por deslumbrante que sea, está envuelto en unos avatares, producto de unos antecedentes y generadores de unas consecuencias que, en ocasiones como es este caso, cambian el curso de la Historia. Hechos, hazañas, penurias y, sobre todo, hombres que las padecieron, soportaron y consiguieron incorporar a Occidente un inmenso mar hasta entonces desconocido en este lado del mundo.

Los antecedentes son claros: las noticias del tercer viaje de Colón que había recorrido por primera vez la costa del continente sudamericano y que supuso la evidencia –aunque el Almirante la negó hasta su muerte– de que las islas a las que anteriormente había llegado no eran las de las especias tan codiciadas, sino que se trataba de un «Mundo Nuevo», tal como propagó por Europa el italiano Américo Vespucio. Evidencia que inspiró a los Reyes un cambio de rumbo y autorizó, a partir de 1499, una serie de expediciones a los siempre inquietos y arriesgados marinos de la costa occidental andaluza, quienes, a sus expensas, se lanzaron al mar y siguiendo la ruta de este último viaje, llegaron hasta lo que hoy es el territorio del Darién en la república de Panamá. Nombres como Alonso de Ojeda, Juan de la Cosa, Américo Vespucio, Pero Alonso Niño, Cristóbal Guerra, Vicente Yañez Pinzón, Juan Díaz de Solís o Rodrigo de Bastidas navegaron por aquellas costas durante más de dos intensos años a la búsqueda de un paso hacia las ansiadas islas prometidas por el Almirante, levantando planos de bahías y ensenadas que culminaron con el famoso mapamundi de Juan de la Cosa, impreso en 1500, en el que aparecían, por vez primera y bien delineadas, las costas conocidas de América y en el que el cartógrafo dibujó un gran San Cristóbal, quizás como una advertencia que parece implicar cierta burla, en el lugar donde se intuía que debería estar el paso necesario para llegar a la especiería.

En una de estas poco conocidas expediciones, en la de Rodrigo de Bastidas que alcanzó el Golfo de Urabá, se enroló un joven extremeño de la bella población de Jerez de los Caballeros, Vasco Núñez de Balboa, hidalgo venido a menos pero protegido de los señores de Moguer, los muy poderosos Portocarrero, con lo que se pudo crecer en el ambiente sevillano y onubense donde los acontecimientos del otro lado del Atlántico se vivían con gran intensidad. No es extraño que se sintiera atraído por ellos y en 1501 partió para las Indias, de las que nunca volvería y en las que se convirtió en el héroe de una gran epopeya que, aunque muy estudiada, pocas veces ha sido bien narrada.

El propio Balboa es un típico héroe de epopeya: apuesto, decidido, valiente, aventurero y preparado, con don de gente y afán de diálogo, buen espadachín y buen compañero, que reunía en su persona su posible ascendencia vasca y su segura leonesa y extremeña, fue el que con su política de atracción de los indios, según Juan Pérez de Tudela, «el que inició la compenetración cordial de dos mundos» ; sus viajes y acciones llenas de elementos realmente fantásticos como corresponde a una época única e irrepetible y el trascendental hecho del que aparece como principal protagonista, el descubrimiento del Pacífico, le hacen merecedor de un autor que plasmara una obra de estas características que aún no ha aparecido. Su gesta se conoce a través de sus propias cartas al Rey y de las narraciones de cronistas como Pedro Mártir de Anglería, Fernando de Herrera, fray Bartolomé de las Casas o Gonzalo Fernández de Oviedo.

Los primeros diez años en América trascurrieron en la isla Española, ese tubo de ensayo en el que las discordias, hazañas, aventuras y tácticas políticas y mercantiles, tan bien estudiadas por Jiménez Fernández en su magna biografía del Padre Las Casas, pusieron las bases de la posterior colonización española y le sirvieron a Balboa de singular aprendizaje para poder desarrollar su labor posterior, además de ponerle en contacto con grandes marinos, políticos y gobernantes entre los que cabe destacar, por la significación que tiene en épocas posteriores, sus frecuentes encuentros y desencuentros con Francisco Pizarro, que estuvo con él también durante todo el tiempo que permaneció en el Darién y que sería uno de los expedicionarios que lo acompañó, como si fuera una premonición, en su viaje más trascendental: el recorrido por la selva panameña hasta llegar al tan buscado mar.

Las vicisitudes ocurridas hasta la fundación de la ciudad de Santa María de la Antigua, advocación mariana de gran arraigo en Sevilla, no hacen ahora al caso. Sólo importa su papel de líder indiscutible en el gobierno de ésta y su política de atracción de las tribus indígenas. Algo de lo que no cabe duda y que fue su gran aportación a su labor colonizadora. Fernández de Oviedo, no demasiado partidario del extremeño, tiene que reconocer este rasgo en su obra Historia Generaly Natural de las Indias.

Hay que conocer la selva panameña, llena de manglares, tribus rebeldes y alimañas, para imaginar el viaje que, durante septiembre de 1513, emprendió Balboa acompañado de menos de doscientos hombres para cruzar el istmo y llegar al mar que le habían descrito los indios; para comprender la hazaña de haberlo hecho durante la estación de lluvias, en un periodo de poco más de quince días y sin perder un solo hombre. Cuando el día 25, aquellos españoles llegaron a los montes desde donde se divisa la bahía de San Miguel, se produjo el fin de una época y el comienzo de otra. La unión de Oriente con Occidente por mar era un hecho y la primera globalización estaba a la espera de las consecuencias de este primer contacto. Consecuencias que se dieron muy pronto y que hicieron por más de dos siglos del Pacífico «el gran lago español», gracias a las hazañas de un personaje que hace quinientos años, era por su ascendencia y formación, un reflejo de esa España, una y plural que, aún intacta, ha llegado hasta nosotros.

Enriqueta Vila Vilar, miembro de la Real Academia de la Historia.

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