La ola que devora Cataluña

La ola que devora Cataluña

En la deriva suicida a la que arrastra el independentismo a Cataluña, cada vez son más apreciables las similitudes con la película La Ola. En esta desasosegante cinta, un carismático profesor desarrolla con sus alumnos un programa sobre los postulados en que se funda una tiranía. Se vale de unas sugestivas clases en las que subraya sus elementos más atractivos -camaradería, ideales, uniformes, parafernalia exterior...- hasta que el plan se desborda y precipita la catástrofe. El alumnado adopta el supremacismo totalitario que aplasta irremisiblemente a quien se interponga en el camino de La Ola (alias de la pandilla). Al fin y al cabo, como explicó Ortega en su obra de referencia y se ha visto estos días en las algaradas catalanas, la masa no desea la convivencia con lo que no es ella.

Curiosamente, abundando en el carácter circular de la historia, esta ola, más bien un tsunami, que embarga a Cataluña no es la primera. Ya registró otras dos en las que sus patricios buscaron amparo en brazos de los generales Primo de Rivera y Franco al desmandarse sus apetencias y degenerar en acres insurrecciones. En periodos de incertidumbre, como aclara Pavel Kohout en La hora estelar de los asesinos, cualquier excusa -una causa, un alarido, una bandera- puede erigir a un psicópata en cabeza de una revuelta. No obstante, nunca se habían contemplado con tal habitualidad episodios de adoctrinamiento y fanatismo como para no parecer tan extemporánea la escena de Cabaret en la que un adolescente que personifica las esencias de la raza aria, uniformado con camisa, correaje y brazalete nazis, entona la canción El mañana me pertenece y espolea el ardor de los plácidos burgueses sentados en el merendero campestre en derredor de unas espumeantes jarras de cerveza. Solo uno calla.

Al cabo de 40 años de adiestramiento, como colofón del proyecto de ingeniería social de Pujol con la excusa de «fer país», ideas aparentemente inocuas como el sentimiento de comunidad y el amor a la tierra han arrastrado hasta allí donde va a ser casi imposible retornar, pues se ha inoculado demasiado odio, harto veneno. Lo fue para el profesor de La Ola, al que su desatentado ensayo se le va de las manos y desata el terror. Tardíamente se apercibe de que está atrapado sin remedio. La Ola se lo traga, como la ballena a Jonás.

Merced a una retórica engañosa y sentimental, Cataluña vive un proceso letal que Tarradellas percibió al momento. En una prolija misiva que el 4 de abril de 1981 remitió al director de La Vanguardia, Horacio Sáenz Guerrero, relata cómo, en la ceremonia de traspaso de poder a Pujol -8 de mayo de 1980-, se le impidió rematar su alocución con vivas a Cataluña y a España. Desde ese minuto, se quebró «una etapa que había comenzado con esplendor, confianza e ilusión el 24 de octubre de 1977, y que tenía el presentimiento de que iba a iniciarse otra que nos conduciría a la ruptura de los vínculos de comprensión, buen entendimiento y acuerdos constantes que durante mi mandato habían existido entre Cataluña y el Gobierno». Sabedor de lo que hablaba, por haberlo vivido en primera persona, Tarradellas auguró que «todo nos llevaría a una situación que nos haría recordar otros tiempos muy tristes y desgraciados para nuestro país».

Aquella restauración, que parecía escarmentada de los yerros pretéritos y que repuso en la Generalitat a un viejo republicano asomado al balcón de la plaza de San Jaime al grito de «Ciutadans de Catalunya!», en lugar del preceptivo «Catalans!», ha originado un tsunami que amenaza engullir Cataluña y desarbolar a una España fracturada si su débil Estado no hace frente al golpe perpetrado por quienes, paradójicamente, le representan en Cataluña.

Felizmente, tras esa muestra de «democracia por aclamación» que patrocinaba el gran ideólogo del nazismo que fue Carl Schmitt y que ha sido el fraudulento referéndum ilegal del pasado domingo en Cataluña, fue proverbial la intervención del Rey Felipe VI a las 48 horas de este golpe con urnas espurias instando a los órganos del Estado a restablecer el orden constitucional. Enfrentó su particular 23-F sin concesiones a unos golpistas con los que no cabe diálogo ni negociación. Los seis minutos del Jefe del Estado fueron un resplandor en medio de la oscuridad tanto para los catalanes no independentistas como para el resto de españoles a los que se les pretende robar su derecho a decidir sobre una parte de España.

Con un monarca comprometiendo su suerte a la de la nación que encarna y de la que es garantía de continuidad, todo advertía de que era la oportunidad para que el presidente Rajoy saliera de su inacción. Al contrario, éste evoca la historia de Chuang Tzu novelada por Italo Calvino: «Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. 'Necesito otros cinco años', dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y, en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto». No parece, empero, que la asonada pueda quedar a la espera de esos 10 años para que Rajoy pincele esa solución quintaesenciada.

Atenido a su divisa de que lo único urgente es esperar, simula ignorar lo que acarrea la política de apaciguamiento. Ello desespera a propios y extraños. Además, dejando en una posición desairada a un Rey compuesto y sin gobierno que le acompañe, mueve a la perplejidad que sus edecanes lancen cantos de sirena a los golpistas para que retornen a la legalidad por su propio pie. En vez de reponer el orden constitucional, se limita a facilitar el éxodo de empresas -algunas de ellas, con graves responsabilidades en la construcción del infierno del que ahora se fugan- y se encomienda a que los separatistas incurran en una pifia y estallen sus contradicciones. «Cuando las cosas llegan a lo peor, regresan a donde estaban antes», debe decirse a sí mismo, como en Macbeth.

Quien ha hecho de la espera su estado de perfección política se preguntará: ¿Para qué emplear el artículo 155 de la Constitución si la estampida de empresas obra análogos frutos y sin arriesgar la imagen del Estado, a diferencia del 1-O cuando policías y guardias civiles tuvieron que hacer frente de prisa y corriendo a la deserción de los mozos para abortar el referéndum ilegal? Pero qué decir de los ciudadanos y del rescate de sus derechos fundamentales. ¿Cuál será el grado de orfandad cuando hasta Felipe González manifiesta esta semana en Italia: «Ya no represento a nadie y me siento triste porque no me siento representado por nadie (y dejémoslo ahí)». ¿Qué podrán decir los otros González que proliferan en Cataluña sin el armiño de haber sido presidentes del Gobierno?

Salvo en caso de extremaunción, Rajoy se inclina por dejar en almoneda el artículo 155, dada la rotundidad con la que reprocha a González y a Aznar, adalides de su aplicación, las cesiones que ambos hicieron a Pujol, lo que ha facilitado el desmadrado curso de las cosas. La gran duda estriba en saber si, frenada esta tercera ola (la del independentismo) que impulsa el aventurero Puigdemont, escoltado por ERC y la CUP, tras las del catalanismo de Cambó y el nacionalismo de Pujol, los golpistas recuperarán la condición honorable de negociadores y se transigirá con una independencia a plazos (la cuarta ola) con los españoles abonando intereses de mora por ello, al no haberse substanciado con la urgencia codiciada por el separatismo. Sería peor el remedio que la enfermedad, además de entrañar el oneroso tributo de vasallaje de un Gobierno sin principios y rehén de su debilidad.

No bastan palabras para refutar esa temeridad, pues el lenguaje de los políticos -aseveraba Talleyrand con la propiedad que le daba al gran camaleón ser superviviente de cinco regímenes- debe ser analizado como el de las aristócratas galantes de su siglo: «Cuando una dama dice no, quiere decir quizá; cuando dice quizá, debe entenderse un sí; y cuando dice sí, no es una verdadera dama». De ser así, sería aterrador para una mayoría silenciosa que se despereza frente a minorías organizadas que dictan su suerte. Sometidas a una espiral de silencio, esas mayorías hasta ahora pasivas venían observando a la turbamulta independentista entre visillos y tolerando que los más gritones pasasen por ser los únicos catalanes. En tesituras críticas, aquello que no hace el pueblo queda sin hacer.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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