La oligarquía y la agonía del parlamentarismo

La oligarquía y la agonía del parlamentarismo

No es posible creer que la democracia interna de los partidos nos hubiera librado del bloqueo institucional en el que estamos. Cualquier tipo de organización humana busca el liderazgo como fórmula de buen funcionamiento. Esto genera una oligarquía; es decir, un grupo de poder que toma las grandes decisiones que luego comunica al resto. Un partido no iba a ser menos; y aún es más impensable cuando se busca la eficacia en la disputa por el poder.

Las organizaciones tienden naturalmente a la oligarquía. Ya lo vio así Tocqueville cuando estudió la democracia en América, Ostrogorski y Michels al analizar los partidos de comienzos del XX; y Pareto y Mosca, que buscaron en las élites el comportamiento de las masas. Schumpeter lo remató al hablar de los sistemas democráticos europeos de mediado del Novecientos, y Schattschneider al hacer lo propio con el norteamericano. ¿Y qué decir de Carl Schmitt y Heinrich Triepel, que pusieron las bases conceptuales de lo que luego aquí Fernández de la Mora llamó “partitocracia”, y García Pelayo “Estado de partidos”?

Las oligarquías de los partidos siempre, históricamente, en todo lugar y condición, se dan unas normas que, aun teniendo apariencia democrática, les asegura conservar el poder. La circulación de las élites está reglada, y es inédito que las bases de un partido cambien de forma espontánea la política, el programa, el candidato o la estrategia de su organización.

Siempre habrá otro grupo de poder, una oligarquía, que quiera sustituir a la que detenta el poder. Es más; no es posible creer en el voto inmaculado de los militantes o de sus delegados, ajenos a la presión y propaganda del establishment, ya sea el gobernante o el opositor, como señalaba Hugh Thomas cuando era asesor de Thatcher en sus luchas dentro del partido conservador. Las campañas electorales internas son puro clientelismo, donde acaba decidiendo el interés personal -material o ideal-, o el depositar la papeleta contra alguien. Nada nuevo bajo el sol democrático.

La clave no está en la democracia interna de los partidos, que se crean por voluntad de la gente y se organizan legalmente, sino en que las instituciones del régimen estén organizadas de manera que se evite la arbitrariedad de las oligarquías partidistas. Y es aquí donde el régimen del 78 enseña todas sus carencias.

No hablo del fracaso del sistema autonómico nacido, como en 1931, para dar imposible satisfacción a quien no la va a tener nada más que con la independencia, y que ha roto la libertad política en Cataluña, sino de un parlamentarismo inexistente porque no hay división de poderes, lo que es campo abierto para la arbitrariedad de las oligarquías partidistas. La corrupción generalizada es su consecuencia más evidente, así como la aparición del populismo socialista, que se ha unido al nacional-populismo como modos sencillos de conducir a una sociedad cautiva y dependiente del Estado.

La democracia interna no solucionaría el bloqueo. Hagamos un repaso. El PP no sostiene unas reformas constitucionales de calado por su miedo a ver lastimados sus intereses partidistas, y espera que el Comité Federal socialista defenestre a Sánchez, o que a las terceras elecciones vaya la vencida.

El PSOE, que tanto hizo por moldear el régimen a su capricho desde 1982 -“A España no la va a reconocer ni la madre que la parió”, sentenció entonces el otrora todopoderoso Alfonso Guerra-, propone un federalismo sin contenido que desarmaría el ordenamiento constitucional sin solucionar el hambre secesionista del catalanismo. Y no aporta nada más junto a ese federalismo que nadie quiere.

Ciudadanos y Unidos Podemos -o el nombre que adopte este partido movimiento en los próximos comicios- pregonan reformas o rupturas, como una mayor proporcionalidad del sistema electoral, que solo benefician a sus organizaciones. ¿Para qué queremos unas Cortes más atomizadas, que intenten crear gobiernos con apoyos de cuatro, cinco, o más organizaciones diferentes? ¿O gobiernos dependientes de la cambiante opinión, estrategia y tacticismo de minorías? ¿No hemos tenido suficiente con el juego entre el PP, el PSOE y los nacionalistas cuando éstos eran “la bisagra”.

Ninguno de los partidos de la “nueva política” propondrá la elección separada del Ejecutivo, a dos vueltas, como en Francia, para tener más legitimidad y conseguir gobernabilidad. Ni la elección independiente de unas Cortes que fiscalicen, controlen, y propongan; esto es, que sirvan para algo más que para el juego personalista o interesado de oligarquías partidistas, o ser campo de resonancia de las decisiones del gobierno, como ha sido hasta ahora.

La imposibilidad para formar un gobierno deseable es una muestra de que el régimen del 78 ha llegado a su fin. Esto no debe generar miedo. No es el responso de la democracia, sino una oportunidad para enmendar los errores e imitar a otros países que, aun teniendo fallos, son capaces de sujetar mejor a sus oligarquías y asegurar la libertad política de sus ciudadanos.

Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.

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