La oportunidad de cambiarlo todo para que nada siga igual

Ni tocarse ni abrazarse. Y hablar mirando casi hacia otro lado. Como si no nos importasen. Como si les temiéramos. Y temblar con cada tos nuestra o ajena. Y verlo todo desde la distancia. Encerrados en casa con toda esa mierda que un día compramos y coge polvo en las estanterías. Abandonada ahora de significado. Y con mucho tiempo para pensar sobre ese mundo que está ahí afuera y no podemos ni tocar. Tan ajeno ahora que no parece que hace unos días fuera el nuestro. El mundo que conocimos se ha agotado. Y el nuevo se puede parecer a muchas cosas. A tantas como queramos imaginar. Ha llegado el momento de creer en la utopía. De rellenar el lienzo con nuestros propios colores. Porque si no lo hacemos nosotros lo harán otros. Y no queráis conocer ese cuadro en tonos oscuros. Preparaos todos para una batalla por el mundo que viene.

Tras 1945 no quedaron ni las cenizas. Y Europa, un gallinero lleno de gallos que habían perdido sus plumas, se enfrentaba a una encrucijada casi sin precedentes para diseñar el futuro que ya estaba allí. Hacían falta ideas revolucionarias que imaginasen una sociedad diferente y las recetas seguían caminos opuestos. Los países del eje habían sufrido la presencia de un Estado que lo quería ser todo y eliminó al individuo. Los ingleses, en cambio, se habían puesto en sus manos para una lucha civilizatoria. Y arrancó una batalla por la idea del qué queríamos ser de mayores.

Hayek, en ese momento profesor en la London School of Economics, quería hacer desaparecer el Estado. Beveridge, en cambio, lo quería como juez y parte. Y de la victoria del segundo nació el Estado de Bienestar: el mayor instrumento de redistribución de riqueza jamás inventado que nos llevó a una época de prosperidad y convergencia sin precedentes.

Pero como todas las utopías, estas acaban por parecerse cada vez más a la realidad. Y en 1973 la crisis del petróleo comenzó a mostrar las fisuras de un sistema que, aunque bueno, no era perfecto. Y esta vez los herederos de Hayek, con Friedman a la cabeza, encontraron un campo fértil para imponer su agenda. Nunca antes la persistencia obtuvo tamaña recompensa: durante tres décadas el mundo bailó al ritmo de sus notas reduciendo el Estado, privatizando servicios y abriendo las fronteras para todo (no para todos). Y entonces llegó el 2008 y, de nuevo, el sistema volvió a desmoronarse. Pero esta vez estábamos huérfanos de ideas, y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido, que diría Sabina.

Pero un pequeño bicho lo cambió todo. Lo que no han conseguido miles de coachs, decenas de millones de libros de autoayuda y billones de horas de yoga y pilates, se alzó en su obviedad ante la humanidad sin el más mínimo esfuerzo: somos seres emocionales. Nos necesitamos. Los unos a los otros y a todo lo que nos rodea. Necesitamos el aire fresco, el olor a mar y a tierra mojada. Necesitamos los abrazos, los apretones de manos y los besos en las mejillas. Necesitamos los hospitales, las escuelas y los vuelva usted mañana. Y entonces todo lo demás pasa a un segundo plano. Lo que era impensable se hizo realidad y volaron por los aires todos los marcos conceptuales de lo que debía ser la economía (de discutir un punto del PIB de aumento de gasto público hemos pasado a veinte y nadie se ha rasgado las vestiduras). Y con ello la economía ha vuelto a ser un medio y no un fin en sí mismo. Del homo economicus no ha quedado ni el cambio.

La crisis del coronavirus nos devuelve la oportunidad de cambiarlo todo para que nada siga igual. Y no hablo de volver a reforzar el Estado de bienestar, hablo de transformar nuestra sociedad desde sus cimientos: de frenar el cambio climático, aplacar la desigualdad y acabar con la gran alienación que inunda de ansiolíticos nuestras sociedades. Y para ello hay que dar un paso atrás y dos adelante. El paso atrás es asumir que necesitamos menos para vivir más y mejor: tenemos que decrecer en consumo. Y hacia adelante debemos crecer en tiempo, ese mismo que usamos para aumentar el gasto, y en relaciones humanas, esas que ahora vemos en riesgo de desaparecer.

Y para ello hay que cambiar por completo las relaciones de poder que dominan nuestra sociedad. Y si alguien tiene que estar al frente de esta batalla es el sector social. Porque ese mundo que se dibuja entre las ruinas de lo que han sido estas tres últimas décadas de individualismo atroz será, sobre todo, social. Así que preparaos, compañeros, para luchar a lo grande. No os dejéis empequeñecer por las cifras, los ratios y las primas de riesgo. No dejéis otra vez que nuestra lucha se quede en los márgenes. No permitáis que os digan lo que es imposible. Por dos cosas, porque ahora más que nunca el mundo nos necesita y porque ya hemos esperado demasiado tiempo. Preparad vuestras ideas, esas que nadie creía, porque ahora se harán realidad. Porque el mañana será nuestro. O no será.

Borja Monreal Gainza es codirector de SIC4Change y autor de Ser Pobre.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *