La oportunidad de Felipe VI

Es lógico, legítimo y previsible que, tras la abdicación del Rey, las calles se llenaran de banderas republicanas, pues hay un sector de opinión nada despreciable que prefiere un cambio en el mascarón de proa del sistema. Si una protesta callejera de maestros, sindicalistas o afectados por la hipoteca se hallaba pespunteada por banderas tricolores, este súbito paso atrás del Rey ha encendido la mecha de todo ese republicanismo más evidente que latente al que venimos asistiendo en los últimos años. Pero es que, además, con la profunda crisis económica, social y política que sufrimos, era más que probable que, tarde o temprano, las instituciones se abrieran en canal o, al menos, se cuartearan dejando ver la impresionante grieta que separa a la ciudadanía de la res pública. Los antagonismos sociales, las dificultades económicas, tarde o temprano habrían de traducirse en terremotos institucionales que pueden empezar por el debate sobre la monarquía, continuar por la reforma constitucional y concluir con la quiebra -¿irreversible?- de un bipartidismo enfermo. Y me da igual el orden de estos factores, porque lo importante es que, independientemente de la diacronía en que se sucedan, el resultado sigue siendo el mismo: cambio para sobrevivir, mutación para garantizar la viabilidad de una democracia maltrecha a la que no debemos dejar languidecer más. En definitiva: o afrontamos los retos pendientes abandonando vicios pasados, o el inmovilismo nos convertirá en bella, pero inerte, estatua de sal.

No es el debate sobre monarquía o república lo más perentorio y fundamental ahora. Porque el casco de la nave se halla tan deteriorado, el velamen tan roto, la tripulación tan revuelta y el puente de mando tan solitario que la última preocupación sería arrojar la corona que decora la proa del barco al encrespado mar de la Historia. Antes de cambiar la fachada del edificio conviene mantenerlo en pie, y para ello no es el envoltorio lo crucial, sino los pilares, que es donde se sostiene la estructura. Y después, cuando los contrafuertes sean sólidos, añadamos cuantas capas de chapa y pintura queramos. Pero el gran error consistiría en trasformar la fachada sin atender a los graves desajustes estructurales que nos afectan.

Cuatro vientos huracanados hacen zozobrar, desde hace mucho tiempo, esta democracia nuestra surgida de la Transición:

1. La artificialidad, enfermedad gravísima en cualquier sistema democrático, consistente en que las instituciones del Estado dan la espalda a la ciudadanía. La falta de cauces veraces de representación y participación del pueblo en la gestión de sus asuntos anquilosa al sistema, por eso procede una autentificación del mismo que permita «ascender a rango político de normal, lo que en la calle es simplemente normal». La pluralidad existente en la sociedad debe reflejarse en unas Cortes veraces donde «lo pintado» coincida con «lo vivo». Sin una reforma de la ley electoral, que corrija el privilegio de la «sobre representación» nacionalista, esta autentificación no será posible, la artificialidad aumentará y el Estado se parecerá cada vez más al dinosaurio incapaz de adaptarse al dinámico, y en ocasiones hostil, entorno.

2. La confusión de poderes, la perniciosa mezcla entre ejecutivo, legislativo y judicial. Hay que resucitar a Montesquieu. Sin su doctrina, la democracia muere al permitir que un poder influya sobre los demás hasta convertirse casi en omnímodo. Los poderes han de estar diferenciados, separados, para vigilarse y limitarse entre sí, con el fin de evitar concentraciones que luego desembocan en dobles varas de medir o en acérrimos sectarismos. Da vergüenza ajena que en este país los jueces sean colocados en dos grupos, progresistas o conservadores, y da vergüenza ajena que la carrera profesional en el mundo de la Justicia dependa más del Congreso de los Diputados y del enjuague entre los partidos que del mérito, el conocimiento del Derecho y su aplicación honesta, independiente de partidismos.

3. La corrupción en la clase política, caracterizada por ese enquistado vicio de aprovechar el cargo público para satisfacer intereses privados. «Sobrecostes» en faraónicas construcciones, oscura financiación de partidos, estafas al fisco, sobresueldos en dinero B y tantos casos últimamente conocidos, que afectan a ambos partidos, no hacen más que corroborar cuán perjudicial es para una democracia la colusión de lo público y lo privado. Frente a tamaño desafío: transparencia, regulación legal que evite estas prácticas y depuración de todos aquellos políticos afectados por el virus del dinero fácil y sucio.

4. La fragmentación de un país que no aguantará por mucho tiempo más las tensiones ejercidas por el separatismo catalán, al que ya está apuntándose el vasco. Las autonomías no calman al nacionalismo, y la dinámica de unos pactos donde siempre ganan los que quieren irse no ha hecho más que llevarnos al precipicio de una consulta ilegal, e ilegítima, a la que no se le pone freno desde Moncloa. Sin unidad no hay fortaleza, y la deriva soberanista de Cataluña no hace más que generar debilidad en esta España del siglo XXI que, al menos en este aspecto, no logra dejar atrás el XIX.

La interrelación estrecha de estos cuatro problemas los amplifica considerablemente, porque la corrupción campa a sus anchas gracias a la inexistente separación de poderes, mientras la fragmentación se consolida porque la injusta ley electoral permite que las llaves de La Moncloa siempre penden del llavero nacionalista, provocando que el acceso al Gobierno de PP o PSOE tenga que contar a veces, cuando no hay mayoría absoluta, con la venia de quienes sólo aceptan a España para desmantelarla. El diagnóstico de la situación es relativamente sencillo, y las soluciones claras: ante la artificialidad, autentificación; frente a la confusión, la separación de poderes; a la corrupción se combate con depuración; y la fragmentación se soluciona poniendo el acento en la unidad que acepte la natural diversidad de pensamientos y sentimientos. Otra cosa es tener la voluntad de descender a la letra pequeña de estas grandes líneas de actuación para ponerlas en práctica de manera valiente, con sentido de Estado y altura de miras.

Es el momento, ha llegado la oportunidad. Felipe VI puede impulsar estas reformas, las únicas capaces de regenerar un sistema maltrecho que ya no da para más. Si lograra convertirse en ese «motor de cambio» que favoreciera la transición de esta democracia de baja calidad que ahora tenemos a la democracia seria y viable que muchos anhelamos, Don Felipe gozaría de la legitimidad que en su día disfrutó Juan Carlos I al impulsar la mutación progresiva de la dictadura en democracia. Es difícil que el inmovilista Gobierno de Rajoy aspire a tan altos objetivos, y resulta poco probable que el descuartizado PSOE pueda afrontar con firmeza y lealtad estos retos de Estado, pero el profundo cambio urge y, si nadie está dispuesto a generarlo y gestionarlo, todos corren el riesgo de que la democracia dibujada en la Transición acabe marchitándose como consecuencia de su pésima puesta en práctica durante los últimos 35 años.

Dicen que quienes trajeron la Segunda República fueron los monárquicos, con sus errores. Y que el fracaso del régimen surgido en aquel ilusionante 14 de abril de 1931 fue fruto de los propios errores republicanos. La Historia nos enseña que los sistemas mueren como consecuencia de sus propias contradicciones y enfermedades internas. Los enemigos exteriores pueden dar el último empujón, pero los imperios suelen desmoronarse por los errores cometidos intramuros. Si Felipe VI no trabaja para convertir la crisis en oportunidad de cambio, y prefiere conjurar la incertidumbre con la nana del status quo, dejará de ser «el esperado» para convertirse en «el breve». Porque no hay nada más necio que mantener la nave al pairo de una tormenta que, como la Historia, siempre acaba repitiéndose.

Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.

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