La oportunidad perdida

El sistema educativo es un elemento esencial para el desarrollo de los ciudadanos y la construcción y vertebración social; afecta de modo directo a su economía, su nivel científico y cultural. Las leyes que lo regulan, y su estabilidad en el tiempo, son esenciales para evitar disfunciones, sobresaltos, gastos innecesarios y problemas de toda índole en los profesionales que a él dedican sus mejores esfuerzos, así como a los alumnos y sus familias. Ello no implica que no se puedan, incluso deban, hacer ajustes menores que perfeccionen el sistema.

Cualquier ley debe satisfacer a aquellos a los que pretende servir. Y su vocación debe ser la de respetar las opciones legítimas de todos, porque todos somos anteriores a las leyes que nos damos, por lo que se colige, inmediatamente, que ningún gobernante debe cercenar las libertades de los ciudadanos y su posibilidad de decidir cómo quieren organizar la educación de los suyos.

Surge en un momento de zozobra nacional por la pandemia, haciendo que todo planteamiento educativo se vea interferido por una situación anormal, impidiendo una reflexión serena, sosegada, no ideológica. Una ley tiene que promover opciones, no imponer unas sobre otras, y ésta lo hace. Tiene unos claros ribetes de falta de respeto a posiciones diversas, por ejemplo, cuando pretende favorecer un sistema público sembrando de dificultades, o simplemente imposibilitando, otras opciones educativas perfectamente legítimas de los ciudadanos.

Se arroga unos poderes de organización de la vida educativa de las personas más propios de un país de economía planificada que de un país democrático. Se ignora, de facto, que la persona es antes que el Estado, y que las familias son anteriores a los centros educativos, siendo el papel del Estado subsidiario, que debe ejercerse en favor de todos los ciudadanos y de sus legítimas opciones personales. Qué decir de la infiltración ideológica respecto a la perspectiva de género con la que se pretende impregnar todo el desarrollo educativo y dar, desde ella, una explicación total de la persona.

Se implanta un modelo de coeducación eliminando otro que se etiqueta de «segregador», haciendo una clara manipulación del lenguaje, ignorando, por ejemplo, la sentencia del Tribunal Constitucional de 2018 en la que se señala que «la educación diferenciada por sexos no puede ser considerada discriminatoria» y que, por tanto, «no debe ser discriminada en la financiación pública siempre que cumpla con los criterios y requisitos que fijan las leyes». Se ataca, sin hacerlo aparentemente, a la educación especial que se ha ido abriendo paso desde hace tantos años y que es atendida por profesionales de alta cualificación. No se comprende cómo se puede hablar de respeto a las personas y su desarrollo, de la excelencia, de la atención a la diversidad, para acabar promoviendo una inclusión y normalización que son, o pueden ser, lo contrario. Los centros educativos no están para promover la igualdad sino la diversidad, es decir, la equidad. Hay que promover la igualdad en el acceso, pero fomentar la diversidad en el resultado porque, obviamente, todos somos diversos.

Sin entrar en detalles técnicos, que darían para mucho, como la supresión de estándares de rendimiento, el enfoque de las evaluaciones de diagnóstico censales o muestrales según los cursos, el retorno a los ciclos en la primaria, la promoción de curso sin el dominio de cada asignatura, y otros muchos que podrían apuntarse, parece claro que una ley como la que nos acecha no es un buen augurio. Y por la contestación social y de muchas organizaciones educativas, hace sentir preocupación por un sistema educativo que necesita pluralismo y estabilidad, rigor y medios, formación y recursos, igualdad y equidad. Una ley que aplaude la mitad y abuchea la otra mitad no es una buena ley y perjudica a los ciudadanos que esperan de sus gobernantes mejores soluciones.

Una ley, verdaderamente educativa, tiene que permitir, con flexibilidad, opciones y enfoques diversos, que unos y otros deben contemplar, dado que todos los ciudadanos han de ver sus opciones respetadas, y no las de unos impuestas sobre las de los otros.

Y claro, no podía dejar de hacer un comentario sobre uno de los grupos a los que he dedicado una buena parte de mis esfuerzos durante décadas: los alumnos con necesidades educativas específicas debido a su capacidad intelectual. Sobre este particular: «Nada nuevo bajo el sol».

Una oportunidad perdida, una vez más, para apostar con seriedad por el desarrollo óptimo de todos los escolares y, por ello, de los más capaces, que no podrán alcanzar dicho desarrollo sin medidas específicas o bajo un enfoque igualitarista. No es creíble que se hable de un modelo centrado en el alumno y de promover el talento o la excelencia, y sobre los más capaces se repita lo que ya se decía (y sistemáticamente se incumple), como los artículos 76 y 77 del capítulo II sobre la equidad de la educación. Estos artículos, que ya aparecían en leyes anteriores, ponen de manifiesto que no hay ningún plan de mejora de las condiciones educativas, escolares, de un grupo que incluye en torno al 10-15% de los estudiantes (entre ochocientos mil y más de un millón doscientos mil); mientras están identificados en España, según las propias cifras oficiales, poco más de treinta y cinco mil. Esto, no siendo nuevo, es un motivo de preocupación. Si no nos ocupamos de potenciar el desarrollo del talento de todos nuestros escolares, lo que tiene consecuencias directas para la mejora social y científica, ¿qué futuro nos espera? Los pueblos que no cultivan su talento acaban siendo colonizados por otros.

No, éste no me parece el camino de servicio que cualquier ley debe buscar. El sistema educativo no puede verse como un mecanismo de nacionalización de las conciencias sino como un medio para el desarrollo de los pueblos y su educación, es decir, de su libertad.

Un desacierto que, como siempre, acaba perjudicando a todos. Pero, particularmente, a los que menos tienen.

Javier Tourón es Catedrático de Universidad.

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