La oposición como poder negativo

Uno de los estereotipos que circulan permanentemente por democracias como la española es aquel que se refiere a la exigencia de la separación de los tres poderes clásicos del Estado. Perfilados éstos ya por Aristóteles, fue Montesquieu quien los describió más detalladamente, y a partir de él este principio se erigió en un dogma del Estado democrático, hasta el punto de que el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 señalaba que allí donde no exista «una separación determinada de poderes, no existe Constitución».

Pues bien, tomada estrictamente al pie de la letra esta idea de que los poderes ejecutivo, legislativo y judicial deben estar separados, a fin de que el poder detenga al poder, y se evite así todo abuso totalitario, cabría sostener, sin embargo, que en la práctica no ha existido nunca esa separación radical en ningún país. Ciertamente, en regímenes presidencialistas como el estadounidense es en donde este principio ha encontrado su aplicación más aproximada, aunque habría que señalar también la existencia de intervenciones de unos poderes sobre otros, que niegan así una rígida separación entre ellos. Ahora bien, en regímenes parlamentarios como el nuestro, este principio quiebra radicalmente porque no existen tres poderes separados, sino, en el mejor de los casos, únicamente dos. Por una parte, porque la mecánica que impone la existencia de los partidos, desconocidos en la época de Montesquieu, ha dado lugar a que los dos poderes ejecutivo y legislativo se hayan fusionado en uno solo a través del partido que ha ganado las elecciones y que bien solo, bien en coalición, o con cambiantes aliados, forma un continuum Gobierno-Parlamento, del que únicamente queda al margen el partido -o partidos- de la oposición. Quien legisla y ejecuta las leyes es el partido que gobierna, desfigurando así la idea tradicional de la existencia de dos poderes separados e independientes, porque hoy gobernar es legislar. Y, por otra, porque queda, al menos teóricamente, también al margen de la fagocitosis del partido que ha ganado las elecciones, el poder judicial, curiosamente el único de los tres poderes clásicos al que nuestra Constitución denomina así, y el que verdaderamente tiene que estar separado y ser independiente de los otros.

En consecuencia, resulta un anacronismo, superado por la realidad, seguir manteniendo la necesidad de la separación de los poderes ejecutivo y legislativo, a causa no sólo de que no haya existido nunca, sino porque es asimismo imposible que sea así, desde el momento en que los partidos políticos alcanzaron su pleno desarrollo. En el mejor de los supuestos, por tanto, no se podría hablar ya más que dos poderes (el ejecutivo-legislativo y el judicial) invalidando así la clásica triada expuesta por Montesquieu, que ya algunos autores como Eisennman o Althuser habían tachado de auténtico mito, y que, hace unos años, algún político en España, habría llegado a negar también («Montesquieu ha muerto»), aunque fuese, en este caso, con una clara intencionalidad partidista.

¿Significa entonces que la doctrina del escritor francés ha perdido todo su valor? Evidentemente no, pues lo que intuyó genialmente el barón de la Bréde sigue estando de absoluta vigencia, y sin la adopción de sus postulados no es posible concebir una auténtica democracia. Así, escribe en su obra El espíritu de las leyes, que «no hay libertad más que cuando no se abusa del poder, pero es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a abusar de él y que sólo se detendrá cuando encuentre límites». Esto es, «para que no se pueda abusar del poder, es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder».

Montesquieu, por supuesto, es consciente de que en el contexto de la época en que escribe, resultaba muy difícil también que pudiese darse una separación clara entre los tres poderes del Estado, y sobre ello hace diferentes disquisiciones en las que no voy a entrar aquí. Lo que me interesa remarcar es que intuye agudamente, avant-la-lettre, que algún poder tiene que frenar al órgano que gobierna y de ahí que hable de la facultad de impedir, es decir, del derecho de poder anular o de oponerse a resoluciones que no se consideran legales o convenientes, del mismo modo que lo hacían en la Roma clásica los tribunos de la plebe, los cuales ejercían el derecho de intercessio. Esta facultad es precisamente la que corresponde, en los países democráticos actuales, a la oposición, convirténdose así en un poder negativo, frente al poder ejecutivo y la mayoría gubernamental, que se podrían denominar poder positivo.

La oposición se justifica así tanto desde el plano de la ética, puesto que ningún grupo o fracción tiene el derecho de arrogarse en exclusiva la posesión de la verdad política ni de abusar del poder, como desde el plano utilitario, puesto que la oposición puede contribuir igualmente, frenando todos los excesos, a mejorar las medidas del Gobierno y, especialmente, a cambiarlo presentando un programa alternativo que supere los errores cometidos por los que gobiernan. De este modo, siguiendo no ya la letra, sino el «espírtu de las leyes» de que habla Montesquieu, los tres poderes indispensables en una democracia parlamentaria, como es la vigente hoy aquí, serían el poder positivo (Gobierno-mayoría), el poder negativo (la oposición) y el poder judicial, al que Montesquieu denomina «neutral», porque debe ser el más independiente de los tres poderes mencionados. Así sería el esquema actual de la famosa teoría de los tres poderes esbozada por Montesquieu en el siglo XVIII, pero adaptada a la realidad del siglo XXI, siempre con la idea de evitar cualquier poder despótico, tanto manifiesto como encubierto. Ciertamente, en esta función de controlar los excesos del poder habría que mencionar, asimismo, el importantísimo papel que puede ejercer una prensa libre e independiente y, como último reducto, la función que debe desempeñar la jurisdicción constitucional, independiente, pero no separada, del poder judicial.

Dicho todo lo cual, y subrayando la idea de que la llave de la democracia y del buen funcionamiento de las instituciones pasa por el poder negativo de la oposición, cabe preguntarse por lo que está ocurriendo, en este sentido, en la actualidad española. Para ello habría que comenzar diciendo que el actual poder positivo (Gobierno-mayoría del PSOE y aliados), que lleva casi cinco años gobernando, ha cometido unos errores monumentales -dejando al margen otros posibles aciertos- en cuatro frentes básicos de nuestra vida nacional: en la política terrorista, en la política autónomica, en la política económica y en la política exterior. No merece la pena que entre a detallar cada una de estas facetas, porque son de sobra conocidas y el solo hecho de enumeralas conduce a la depresión, pero lo sorprendente es que habiéndolos cometido durante la legislatura anterior y habiendo habido unas elecciones hace unos meses, éstas no las ganase la oposición, pasando a convertirse así de poder negativo a poder positivo.

La victoria de aquel Gobierno errático únicamente se puede explicar a causa justamente de que el poder negativo de la oposición fue también completamente nulo. La oposición no supo aprovechar las pifias de todo orden que el Gobierno cometió en los cuatro campos señalados, en razón de que no supo ejercer un auténtico poder negativo. Y para ello debería haber contado con un liderazgo fuerte, con una partido unido, coherente y moderado, que hubiera debido presentar una alternativa válida de gobierno, no sólo para sus electores tradicionales, sino sobre todo para los electores indecisos que huyen siempre de cualquier sectarismo de uno u otro signo.

Sea como fuere, lo pasado pasado está, y hoy nos enfrentamos, aunque el Gobierno haya reaccionado ya en algunos puntos, con que los errores cometidos en los cuatro campos mencionados durante la última legislatura empiezan a pasar su factura. Por supuesto, el Gobierno es el auténtico culpable por haberlos cometido, a pesar de las voces que le advirtieron de las equivocaciones que estaba perpetrando. Pero, en menor grado, lo ha sido también la oposición, que no supo frenar y presentar un programa creíble que hubiese enderezado a tiempo los desaciertos realizados. Por lo demás, hay que saber distinguir entre aquellas cuestiones que exigen, por estar en juego el interés nacional, una concurrencia de criterios, entre Gobierno y oposición, de todas las demás en que la oposición no puede permitir, cuando sean irracionales o abusivas, que se lleven a cabo, proponiendo entonces alguna opción diferente que evite cualquier abuso de poder.

Y para ello pongamos algún ejemplo de actualidad, como el controvertido tema de la asignatura de la Educación para la ciudadanía, que siendo una materia conveniente para formar a los jóvenes en la democracia, el Gobierno la ha desvirtuado con un contenido decidido unilateralmente, mientras que el partido de la oposición la rechaza radicalmente. Lo lógico sería haber forzado al Gobierno a pactar los contenidos, admitiendo su conveniencia, en lugar del rechazo absurdo que han ido apostolando, sobre todo en las Comunidades en que gobierna el PP.

La oposición puede y debe ser el tercer poder del Estado, con ese poder negativo de que he hablado, pero naturalmente sólo si está preparada para serlo, porque lo trágico de este país sería contemplar cómo la vieja película ya vista empieza de nuevo.

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.