La oscuridad en Kabul

La oscuridad en Kabul
Robert Nickelsberg/Getty Images

El drama afgano se acerca a su fin, al menos en lo que respecta a los ejércitos occidentales. Exactamente dos décadas después del ataque de Al Quaeda al World Trade Center en la ciudad de Nueva York, las últimas tropas occidentales se retirarán de Afganistán, si se cumple lo programado por el presidente estadounidense Joe Biden, el 11 de septiembre de 2021. En algún momento la guerra tenía que terminar, pero después de tanta sangre derramada y tanto gasto de riquezas, muchos se preguntarán si se logró algo.

Aunque la guerra debilitó la red del terror de Al Quaeda, no la destruyó. Estados Unidos rastreó y mató al líder del grupo, Osama bin Laden, y expulsó a los talibanes de Kabul, pero excepto en la capital y algunas pocas áreas adicionales, los talibanes son más fuertes que nunca y están preparados para reclamar el poder cuando partan las tropas occidentales.

No se derrotó al terrorismo islámico radical ni militar ni ideológicamente, todavía es una amenaza constante para Occidente. Después de todos estos años Afganistán carece aún de estructuras de gobierno estables capaces de controlar el terrorismo interno, la corrupción y el tráfico de drogas, ni que hablar de ofrecer a la sociedad afgana un futuro más pacífico y próspero. La estabilidad regional probablemente será más frágil que en la actualidad cuando se retiren las tropas occidentales.

No debemos hacernos ilusiones. La retirada de las tropas occidentales representa una derrota y sus consecuencias humanitarias serán dramáticas. Para el pueblo afgano, la guerra continuará. El probable regreso de los talibanes y su islamismo de la edad de piedra obligará nuevamente a las mujeres y niñas a usar burkas, y las privará de su derechos humanos. Legiones de afganos capacitados tratarán de huir de las regiones urbanas hacia Occidente, quienes se queden enfrentarán un destino funesto, junto con la mayor parte de las minorías étnicas y religiosas.

Uno se pregunta si la Unión Europea y la OTAN verdaderamente están preparadas para lo que se avecina. En términos militares, la retirada tiene sentido: no hay beneficios para Occidente en Afganistán. Sin embargo, en términos humanitarios y morales, implica coquetear con un predecible desastre. La UE, en especial, debiera prever un gran flujo de refugiados —similar a la «gente de los botes» vietnamita, que buscó asilo en Occidente cuando EE. UU. se retiró de ese país—.

El precio geopolítico también será alto. ¿Cómo interpretarán los grupos islámicos extremistas que Occidente acepte su derrota? ¿No se convertirá nuevamente Afganistán en un puerto seguro para los terroristas, como ocurrió a fines de la Guerra Fría y con la retirada del antiguo Ejército Rojo? Y, más allá de Asia Central, ¿no sería posible que Rusia y China respondan a la percepción de un Occidente más débil intensificando sus agresiones a Ucrania y Taiwán, respectivamente?

El mensaje de investidura de Biden fue que «Estados Unidos ha vuelto», pero no es tan fácil revertir la pérdida de credibilidad de EE. UU. después de la presidencia de Donald Trump. El proceso para devolver a EE. UU. su lugar en el mundo llevará tiempo y podría conducir a errores de cálculo peligrosos por parte de sus enemigos y rivales.

En Afganistán, el fin de la prolongada presencia occidental creará un vacío de poder que las potencias regionales en pugna intentarán llenar. Los últimos 20 años no tuvieron solo que ver con Estados Unidos y su guerra contra Al Quaeda y los talibanes; para Pakistán, la guerra siempre estuvo relacionada con proteger su territorio de su archienemigo, la India. El terrorismo islámico es una herramienta clave en los esfuerzos pakistaníes y por eso su política frente a EE. UU. ha sido tan ambigua. Por un lado, Pakistán permitió que EE. UU. usara sus puertos y territorio para aprovisionar sus fuerzas en Afganistán. Por otro, brindó un puerto seguro a los terroristas islámicos, incluidos bin Laden y gran parte de los líderes talibanes.

Mientras tanto, hace mucho que el régimen iraní busca proteger a la población chiita afgana y su propia frontera oriental manteniendo su presencia en el oeste de Afganistán. Y China, la potencia de mayor tamaño en la región —y la que más se ha expandido en ella—, tiene importantes intereses geopolíticos y relacionados con los recursos naturales en ese país. Además de ser un posible puerto para la Iniciativa de la Franja y la Ruta china, la estrecha relación de Afganistán con Pakistán podría destacar aún más ahora que China reavivó su conflicto fronterizo en el Himalaya con la India.

Así como la presencia occidental en Afganistán ayudó a contener estos conflictos, es probable que su retirada tenga el efecto opuesto. China intentará reivindicarse cada vez más como el poder hegemónico regional sucesor de Estados Unidos (que sea capaz de manejar mejor este polvorín que los soviéticos y los estadounidenses es otra cuestión). Hay buenos motivos para dudarlo.

La tragedia de Afganistán, al menos desde el siglo XIX, es que continuamente fue foco de los intereses de grandes potencias. Al principio se convirtió en la principal manzana de la discordia entre los imperios británico y ruso en su enfrentamiento por el centro y el sur de Asia. Luego, en el siglo XX, quedó atrapado en el fuego cruzado de la Guerra Fría, cuando los soviéticos lo invadieron en 1979.

Después de la retirada de los soviéticos en 1989, el país cayó en la guerra civil y se convirtió en una base para grupos como Al Quaeda cuando los talibanes consolidaron su control. Y, después del 11 de septiembre de 2001, EE. UU. y sus aliados incursionaron en él. En total, hace medio siglo que el país está en guerra y no hay motivos para pensar que sus penurias terminarán pronto.

No hay una alternativa estable a la presencia militar occidental en Afganistán; el 12 de septiembre de 2021 no tendremos un mundo mejor y más seguro, por el contrario, la retirada occidental inevitablemente dará como resultado una catástrofe humanitaria. El pueblo afgano será el primero en sufrir, pero ciertamente no será el último.

Joschka Fischer, Germany’s foreign minister and vice chancellor from 1998 to 2005, was a leader of the German Green Party for almost 20 years.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *