Las tensiones con Rusia podrían dominar la inminente cumbre de la OTAN. Pero la Alianza tendría que dedicar una parte considerable de su programa en el sur de Gales a las amenazas que, después del asombroso recrudecimiento de las hostilidades de este verano, plantea el Estado Islámico (EI) en Irak y en Siria.
La OTAN debería desarrollar un triple plan de acción para pasar a la ofensiva frente al EI, fortalecer las defensas colectivas contra posibles ataques terroristas en nuestros propios territorios y preparar una estrategia a largo plazo que sirva para gestionar en los años venideros las transiciones en materia de seguridad, política y economía que tengan lugar en Oriente Próximo.
El EI supone una amenaza inmediata para la estabilidad de esa zona, ya que, al tomar y controlar territorios en Irak y Siria, ha cometido crímenes atroces contra la humanidad que en toda la región se han llevado vidas por delante. Los espectaculares avances de ese grupo terrorista, amplificados por una horrenda estrategia mediática destinada a contribuir al reclutamiento de más adeptos, suponen un gran peligro en medio de Oriente Próximo.
Por desgracia, es muy probable que lo que ocurre en Irak y Siria no vaya a circunscribirse a esa zona y es inadmisible dejar que el conflicto se consuma solo. Según los servicios secretos y expertos externos, en Irak y Siria habrían penetrado entre 7.000 y 12.000 combatientes extranjeros, de los cuales unos 3.000 proceden de países occidentales; entre ellos, quizá más de 500 del Reino y Unido y otros tantos de Francia.
En agosto, los avances del EI han llevado a la Administración de Obama a lanzar operaciones militares limitadas en Irak, y algunos importantes países europeos se han precipitado también a ofrecer asistencia en materia de seguridad y humanitaria a sus socios de Irak, entre ellos a los kurdos. En tanto que el Ejército Islámico continúa su avance dentro de Siria, Estados Unidos ha comenzado a realizar misiones de vigilancia aérea sobre ese país, con vistas a preparar posibles ataques aéreos contra el EI en dicho territorio. Pero los ataques aéreos limitados, por sí solos, no reducirán la amenaza que supone el Ejército Islámico. Lo que se necesita es que, desde la unidad, la OTAN tome medidas más enérgicas.
En primer lugar, la OTAN tiene que pasar a la ofensiva contra el EI, pero creando una coalición más organizada con los socios de Oriente Próximo. La activación de la Iniciativa de Cooperación de Estambul, creada por la OTAN en 2008 para fomentar la colaboración en materia de seguridad con ciertos países de Oriente Próximo, proporcionaría a la Alianza un mecanismo con el que conceder a sus aliados en esa zona un papel destacado en la gestión del conflicto. Lo primero que hay que hacer es posibilitar que socios fiables y capaces asuman directamente la lucha contra el EI. Eso es lo que está ocurriendo con las fuerzas kurdas en Irak y es lo que debería ocurrir en Siria con una tercera alternativa que se opusiera tanto al régimen de Asad como al Ejército Islámico. Los ataques aéreos en Irak y los que podrían llevarse a cabo en Siria no acabarán con la amenaza que supone el EI: para terminar con ella será preciso que los países de la región y los socios con presencia sobre el terreno asuman el combate directo contra ese enemigo.
En segundo lugar, los países de la OTAN deben fortalecer sus defensas ante posibles ataques terroristas en su territorio. El gran número de europeos y estadounidenses que lucha en Siria representa una posible amenaza para la seguridad de sus países de origen, cuyo combate debería centrarse principalmente en fomentar los dispositivos policiales y la coordinación de los sistemas de información de los miembros de la OTAN. Los obstáculos burocráticos de las épocas de normalidad dificultan esta tarea, que se vuelve especialmente ardua después de la desconfianza que han sembrado los escándalos de espionaje en los últimos años. Pero la cumbre de la OTAN debería fomentar el mantenimiento de la cooperación y una mayor coordinación de los cuerpos policiales que conserve la protección frente a cualquier futura amenaza terrorista.
En tercer lugar, la OTAN debe preparar una estrategia más coherente para gestionar y conformar los elementos políticos, económicos y de seguridad de las transiciones en Oriente Próximo y el norte de África. Las crisis de Siria e Irak tienen que ver con los grandes cambios que se están produciendo en todo Oriente Próximo, y que antes conocíamos como primavera árabe. La situación no parece tan alentadora como en 2011, pero las ingentes presiones económicas, sociales y demográficas que acucian a todos los países de la región conllevan que en el futuro el marco político y la seguridad sufran más turbulencias.
En ambas orillas del Atlántico, la reacción ante los cambios ha sido reducida, y en la mayoría de los casos hemos sido meros espectadores. La llamada Asociación de Deauville para Oriente Próximo, aprobada en 2011 por el G8 con amplio apoyo, no ha tenido resultados económicos e institucionales tangibles. Iniciativas como la Unión para el Mediterráneo, que pretendía promover la integración económica y la reforma democrática en el norte de África y Oriente Próximo, no han estado a la altura de sus posibilidades.
Ahora que la OTAN está a punto de poner fin a su presencia en Afganistán —su primera operación realmente extraterritorial—, la seguridad tiene ante sí toda una gama de nuevos desafíos. La cumbre de esta semana constituye una oportunidad histórica para que la OTAN reformule sus objetivos, dirigiendo una coalición de democracias liberales que dé una respuesta mundial al Ejército Islámico. Cuanto más esperemos, más difícil será la tarea.
Matt Browne y Brian Katulis son investigadores del Center for American Progress. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.