La OTAN en Libia

Tema: Desde el 31 de marzo de 2011 la OTAN se ha hecho cargo de las operaciones militares en Libia derivadas de las resoluciones 1070 y 1973 del Consejo de Seguridad de Nacionales Unidas.

Resumen: La OTAN se hizo cargo de las operaciones militares en Libia a partir del 31 de marzo de 2011, 12 días después de que comenzaran bajo mando estadounidense primero, y de una coalición internacional después. El relevo vino obligado por la incapacidad de los miembros de la coalición para relevar a EEUU y estuvo acompañado de divergencias sobre el papel que debía tener la OTAN en la gestión militar de la crisis, unas divergencias que no han cesado de evidenciarse aunque, poco a poco, la OTAN ha ido haciéndose con el mando y el control de las operaciones. Para explicar su actuación, la OTAN ha desarrollado una narrativa que soterra las divergencias que surgen sobre los objetivos, duración y medios de este conflicto. Este ARI estudia las luces de la operación que se refieren a la conducción militar de las operaciones, protegiendo a la población, debilitando progresivamente la capacidad militar del régimen de Gadafi y tratando de evitar los daños colaterales. Entre las sombras se analiza la instrumentalización de la OTAN por Francia, el Reino Unido y EEUU para implementar su interpretación de las resoluciones del Consejo de Seguridad, la parcialidad de la intervención aliada y los daños causados a la Alianza por el desfase entre la deficiente dirección política y la ejecución militar de la OTAN.

Análisis: El antiguamente denominado “flanco sur” de la OTAN no se encontraba entre las principales preocupaciones de la Alianza Atlántica cuando actualizó su Concepto Estratégico en la cumbre de Lisboa de noviembre de 2010. A pesar de los esfuerzos españoles, el Mediterráneo no recibió una atención especial y la relación con los países árabes vecinos se igualó a la que se prestaba a otros más lejanos. El relanzamiento del Diálogo Mediterráneo y de la Iniciativa de Cooperación de Estambul tampoco figuraba entre sus prioridades y los cambios en los países árabes sorprendieron a los aliados. El levantamiento –y su represión violenta– comenzaron el 17 de febrero y fueron creciendo en intensidad durante los días siguientes. A pesar de ello, la OTAN no se ocupó de la situación en Libia hasta el 25 de febrero de 2011. El día antes, el secretario general de la OTAN, Anders F. Rasmussen, manifestó que la OTAN no tenía planes de intervención porque la situación en Libia no era una amenaza directa para la Alianza y sus Estados miembros, aunque para entonces muchos nacionales de esos países residentes en Libia se encontraban ya en medio de un enfrentamiento armado entre las fuerzas leales a Gadafi y los rebeldes. El secretario general Rasmussen cambió de opinión al día siguiente y convocó una reunión de emergencia afirmando que lo que ocurría en Libia preocupaba a todos. No existiendo sobre el terreno ningún hecho relevante, la preocupación súbita podría responder a la iniciativa franco-británica de imponer sanciones al régimen de Gadafi, una posición a la que se sumó, con dudas, el presidente Obama y que condujeron a la resolución 1970. Tras la aprobación de esta resolución, se especuló con la posibilidad de que la OTAN pudiera participar en la creación de una futura zona de exclusión, pero las fuerzas rebeldes parecían ser capaces de acabar con el régimen de Gadafi y la OTAN no adoptó ninguna decisión concreta aunque su sistema de gestión de crisis ya seguía el desarrollo de los acontecimientos.

El primer ministro británico, David Cameron, fue el primero en predicar con el ejemplo y el 28 de febrero ordenó a sus mandos militares la evaluación de una zona de no exclusión, y el primer ministro francés, François Fillon, se mostraba partidario de que la OTAN sopesase implicarse “en una guerra civil al sur del Mediterráneo”. Mientras algunos países miembros desarrollaban operaciones navales y aéreas, a título individual, para extraer a sus nacionales de Libia, algunas unidades navales de EEUU se desplazaban a la zona para respaldar una gama de opciones más amplia, ya que el presidente de EEUU, Barack Obama, no tenía decidido qué hacer y los responsables militares y de inteligencia mostraban reservas sobre la idoneidad de una intervención armada, dadas las limitadas capacidades militares disponibles –empeñadas en otros escenarios bélicos– y la falta de intereses nacionales en juego.

Las opciones militares siguieron en estudio mientras que en la guerra civil sobre el terreno, y contra todo pronóstico, las fuerzas leales a Gadafi dieron la vuelta a la situación y se presentaron a las puertas de Bengasi. Fue entonces cuando Francia y el Reino Unido optaron por una intervención militar, incluso unilateral, y presionaron a la dubitativa Presidencia estadounidense a unirse a ellos a la búsqueda de una resolución habilitante del Consejo de Seguridad que legitimar su intervención si era posible. La determinación política de los tres líderes pesó más que las consideraciones geopolíticas y su diplomacia se movilizó para recabar todos los apoyos posibles entre los miembros de la OTAN, la UE, la Liga Árabe, la Unión Africana y otras para solicitar una zona de exclusión aérea ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

La OTAN siguió evaluando la situación y el día 7 de marzo sus AWACS reforzaron la vigilancia área, mientras las tropas leales a Gadafi comenzaban a inclinar la balanza de su lado. En su reunión de los días 10 y 11 de marzo, los ministros de Defensa de Turquía y Francia se opusieron, por distintas razones, a una implicación de la OTAN en la hipotética zona de exclusión aérea que se pedía, y dejaron cualquier planeamiento a expensas de la aprobación de la resolución. El mismo día 11 Francia reconoció unilateralmente al Consejo Nacional libio y dos días después los tres mentores de la intervención presentaron una propuesta al Consejo de Seguridad que iba más allá de la zona de exclusión negociada con sus aliados.

A pesar de la presión diplomática de los tres y aunque ningún miembro del Consejo de Seguridad deseaba cargar con la hipotética responsabilidad de una matanza de civiles en Bengasi, la resolución 1973 no salió como esperaban sus promotores. Para evitar el veto y conseguir la mayoría necesaria, tuvieron que admitir cambios en su propuesta y admitir la limitación de que la intervención no implicaría la ocupación del terreno. En su lugar, el mandato de la resolución incluye, por este orden, un alto el fuego, la búsqueda de una solución política, una zona de exclusión aérea y la protección de los civiles frente a ataques o amenazas. Los promotores de la operación conocían por experiencias anteriores que un mandato redactado en esos términos complicaba extraordinariamente su ejecución, ya que sin la ocupación militar del terreno es difícil garantizar el éxito de la misión. La zona de exclusión aérea podría servir para proteger a los civiles pero no para revertir la situación militar en beneficio de los rebeldes, un objetivo que anidaba en la voluntad de los tres promotores, pero que no consta en el mandato de la resolución 1973. Sin embargo, los promotores se dispusieron a implementar la resolución confiando en su capacidad militar para librar una campaña rápida y fulminante.

El 19 de marzo comenzaron las operaciones sin otra participación de la OTAN que una acumulación de medios navales frente a las costas libias. Aunque la zona de exclusión aérea se impuso sin apenas oposición, pronto quedó claro que algunos miembros de la coalición empleaban “todos los medios a su alcance” para fines distintos de lo previsto, tal y como denunciaron al día siguiente representantes de la Liga Árabe, la Unión Africana y miembros abstencionistas del Consejo de Seguridad. Los días posteriores crecieron las dudas sobre los objetivos, liderazgo, estructura de mando y duración de la operación militar y se multiplicaron cuando el presidente Obama anunció el 21 de marzo su deseo de transferir el mando de la misión (hasta entonces estaban bajo el mando estadounidense del AFRICOM en Europa que no pertenece a la OTAN). El 22 de marzo comenzaron los debates entre aliados sobre si la OTAN debería o no asumir el mando de las operaciones, oscilando las posiciones contrapuestas en un abanico que iba desde Francia, que quería subordinar la actuación militar a la dirección política del Grupo de Contacto; a Alemania y Turquía que se negaban al traspaso o al Reino Unido e Italia, que pedían el control total. Al retirarse EEUU del liderazgo de la operación, la única forma de continuarla era su relevo por la OTAN ya que sólo ésta dispone de la infraestructura de teatro necesaria para garantizar el mando y control de las operaciones, unos medios de los que carecen Francia y el Reino Unido. Finalmente, la OTAN controla las operaciones militares desde el 31 de marzo de 2011 (con la excepción de las operaciones francesas que se realizan desde el portaviones Charles de Gaulle).

Narrativa y realidad en la guerra de Libia

Casi tres meses después de hacerse cargo de las operaciones la OTAN, la guerra continúa y a pesar del progresivo debilitamiento de las fuerzas leales a Gadafi, ni los rebeldes ni la OTAN han conseguido poner fin al régimen libio o a los enfrentamientos. El estancamiento de los frentes, el alargamiento de la guerra, el esfuerzo militar y económico de las operaciones han acentuado las tensiones latentes hasta el punto de que el secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, calificó el futuro de la Alianza como “oscuro, si no negro” y denunció, dentro y fuera del Consejo Atlántico de Bruselas, la falta de colaboración de los aliados y la desproporción de sus contribuciones.[1]

Las quejas del principal miembro de la Alianza contrastan con la normalidad con la que la narrativa venía presentando hasta entonces las operaciones y revela un desfase entre el discurso oficial y la realidad. Según la narrativa oficial, la OTAN está desarrollando una operación militar para proteger a los civiles libios de acuerdo con las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que va avanzando progresivamente hacia sus objetivos. No obstante, algo debe ocurrir para que el discurso oficial encuentre tantas dificultades para progresar. En primer lugar, y aunque parezca sorprendente, la operación Unified Protector no es propiamente una operación de la OTAN, sino una operación que la OTAN desarrolla por delegación de un grupo de países que se han hecho cargo de implementar la resolución citada. La diferencia estriba en que las decisiones sobre las operaciones en lugar de tomarse al más alto nivel posible, el del Consejo Atlántico a nivel de ministros de Exteriores o de Defensa, se hace al nivel más bajo posible: Comité Militar y sesión de embajadores del Consejo Atlántico (la primera reunión de los ministros de Exteriores –donde se fijaron los objetivos de las operaciones– tuvo lugar el 14 de abril en Berlín). Tampoco se dispone de un Consejo Atlántico reforzado a nivel de embajadores ni de un Comité de Contribuyentes, por lo que la OTAN no dispone de una adecuada dirección estratégica de la intervención, sus autoridades políticas mantienen un perfil bajo y se limitan a la conducción político-militar de las operaciones.

Tampoco puede considerarse como una actuación colectiva una operación en la que sólo participan 14 de sus 28 miembros, y de los cuales participan en los ataques a tierra EEUU, el Reino Unido, Francia, Noruega, Dinamarca, Italia y Bélgica, mientras que los Países Bajos, Polonia, Turquía y España sólo participan en la zona de exclusión aérea. Su distinto nivel de compromiso y esfuerzo con la OTAN, al que aludía el secretario Gates, refleja que la OTAN no está funcionando en Libia como una alianza política y militar, sino como “caja de herramientas” (toolkit box) a la que sus miembros recurren para desarrollar acciones militares de su interés y seleccionan las aportaciones que precisan. La pericia de los diplomáticos y militares hace funcionar esta subcontratación de la estructura de mando de la OTAN a las orientaciones de un Grupo de Contacto pero no puede suplir la falta de una dirección estratégica clara y unificada y se evidencia un desfase entre los objetivos estratégicos y los militares de la misión.

En segundo lugar, no cabe duda de que la operación de la OTAN sirve para proteger a los civiles libios. Si la operación Odisea del Amanecer evitó una posible masacre en Bengasi, las operaciones de la OTAN también están protegiendo a la población civil y facilitando la llegada de asistencia humanitaria. Sin embargo, la OTAN también protege a civiles armados y a militares rebeldes que combaten en un conflicto interno, lo que significa que actúa con parcialidad. Contra la opinión del Comité Internacional de la Cruz Roja, la Unión Africana, el fiscal de la Corte Penal Internacional y el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, entre muchos otros, la narrativa de la OTAN sigue ignorando la existencia de un conflicto interno y sólo habla de civiles. Esta negación de la realidad sirve para no acentuar las tensiones entre quienes quieren evitar los efectos de la guerra sobre la población y quienes tienen como objetivo –adicional o primigenio– apoyar a una de las partes en conflicto. La negación provoca un daño colateral sobre el principio de la “responsabilidad de proteger”, ya que su reconocimiento está vinculado a la indefensión de la población civil frente a la represión de sus gobiernos. Proteger a unos “civiles” más que a otros, deslegitima en parte la intervención en Libia y crea dudas sobre si la “responsabilidad de proteger” era una convicción o una excusa, especialmente cuando ese principio no se aplica para proteger a una población como la siria que está padeciendo una represión interna superior a la constatada en Libia cuando se produjo la intervención. Por otro lado, la guerra sigue incrementando el número de los damnificados entre la población libia y el alargamiento de la guerra acentuará ese sufrimiento. No existen datos oficiales sobre las victimas y heridos de los enfrentamientos, pero si cuando empezó la operación se barajaban cifras en torno a centenares de muertos, ahora las fuentes barajan miles de ellos. Según datos de la Oficina de Coordinación de la Asistencia Humanitaria de Naciones Unidas, si a 20 de marzo habían abandonado el país 320.423 personas, según datos posteriores de la Organización Internacional para las Migraciones, el total acumulado el 18 de abril era de 543.532, y a 30 de mayo el nivel era de 900.923, lo que supone que la guerra ha triplicado su número. Además, si hasta mediados de junio las operaciones de ataque a tierra apenas produjeron daños colaterales entre los rebeldes, la escalada de bombardeos de junio ha producido ya las primeras víctimas civiles en Trípoli y ofrecido a Gadafi la foto que buscaba de la OTAN: atacando y matando a civiles libios.

En tercer lugar, es cierto que la OTAN está actuando bajo las resoluciones del Consejo de Seguridad cuando lleva a cabo el embargo naval, la exclusión aérea y la protección de civiles frente a ataque o amenazas como organización militar, pero las resoluciones tenían otros objetivos que la dirección político-estratégica de esa organización no está atendiendo con el mismo interés. Las resoluciones pedían un embargo para todo armamento destinado a Libia, y a pesar del éxito del bloqueo naval impuesto, ni la OTAN ha impedido que sigan llegando armas a los “civiles” de Misrata por mar regularmente ni la OTAN y los países vecinos han podido evitar el flujo de armas, combatientes y suministros para sostener el enfrentamiento entre leales y rebeldes. Las resoluciones también pedían una solución política al conflicto y ésta no se ha logrado a pesar de varios intentos de mediación, aunque es una responsabilidad que no debe atribuirse a la OTAN. Descalificados como interlocutores Gadafi, sus familiares y colaboradores directos y remitidos para encausamiento a la Corte Penal Internacional desde la primera resolución, los coligados no han tenido el éxito o la intención de llegar a ningún acuerdo político con Gadafi y quienes le apoyan. El Consejo Nacional de Transición, más interesado que ellos en la caída del régimen gadafista, se ha negado a atender las ofertas de mediación recibidas y, ya que el autócrata se niega a exiliarse por falta de garantías e interés, se hace inviable la negociación de una salida política o de un alto el fuego, lo que prolonga una guerra de desgaste.

El multilateralismo ha sido también otra víctima de daños colaterales en Libia porque las decisiones de Naciones Unidas y de la OTAN obedecen más a la instrumentalización de esos foros multilaterales por agrupaciones de miembros influyentes que a procedimientos colectivos y solidarios de participación. La resolución 1973 delega en manos de aquellos que toman “todas las medidas necesarias” decidir cuáles han de ser estas. En el caso de Libia, la dirección estratégica de las operaciones recae efectivamente sobre los tres patrocinadores de la intervención, aunque estos se amparen en la cobertura multilateral para legitimar sus decisiones. En contrapartida a que las organizaciones multilaterales de seguridad y defensa sean lideradas por unos pocos, el resto decide libremente su contribución. Tiene razón el secretario Gates cuando denuncia la desigualdad de contribuciones en la OTAN, en general, y en Libia, en particular, pero la organización conocía muy bien las contribuciones y las reservas de cada aliado desde el principio de la operación, por ello no participó el Consejo Atlántico. Si entonces no se pusieron reparos, es porque en ese momento era más importante lograr el consenso de todos los Estados miembros que realizar un buen análisis de riesgos: el desfase entre las capacidades necesarias y las aportadas. Así que si ahora se echan en falta esas capacidades, en lugar de criticar a quienes han contribuido como España o Turquía según se comprometieron, deberían practicar la autocrítica por poner en marcha una operación sin una valoración adecuada de la misma.

Conclusión

Los efectos de la guerra libia sobre la OTAN

La guerra de Libia, como las de Afganistán, Kosovo y los Balcanes han ido agravando las contradicciones estructurales de la Alianza Atlántica, aunque su organización militar ha demostrado ser un instrumento eficaz. Las diferencias en materia de cultura estratégica, en el nivel de esfuerzo militar y presupuestario o en los intereses de seguridad afectan a la eficacia de la organización pero sobre todo afectan a la solidaridad y cohesión política. Sobre el terreno, las operaciones progresan aunque una intervención que iba a durar unos días se ha prolongado, de momento, hasta septiembre de 2011. La OTAN ha incrementado el ritmo de sus operaciones y eso ha acentuado el estrés operacional de los equipos y tripulaciones, poniendo en apuros a países como Bélgica y Canadá que están al límite de sus capacidades aéreas y acentuando las diferencias entre sus contribuciones (Noruega y Dinamarca han ofrecido el 12% de los aviones de ataque a tierra y se han hecho cargo de un tercio de los blancos). Los costes presupuestarios también se dispararan y su coste medio diario, aproximado, alcanza el millón de euros para Francia, unos 2 millones de euros para el Reino Unido y 4 millones de euros para EEUU. El esfuerzo militar en Libia, añadido al realizado en otros escenarios geográficos está poniendo a prueba la capacidad de la OTAN para sostener una acción militar prolongada (a 20 de junio la OTAN ha realizado 11.781 salidas y de ellas 4.469 de ataque a tierra).

Para acelerar la conclusión de la guerra, la OTAN sólo puede incrementar el número de sus ataques aéreos, lo que no es fácil porque no hay nuevos países que quieran participar en los ataques a tierra y porque aumenta la fatiga de las tripulaciones, los riesgos de errores y el vaciamiento de los stocks de municiones. Otra alternativa sería la de poner tropas sobre el terreno, pero de momento la OTAN no desea hacerlo aunque el despliegue de asesores y helicópteros, así como la preparación de misiones humanitarias podría encubrir la voluntad de hacerlo. También se ha rechazado hacerlo después de la caída de Gadafi, limitándose la OTAN a mostrar su disponibilidad para contribuir a la reforma del “sector de la seguridad” si Naciones Unidas se lo pide pero, como muestran experiencias recientes, no es posible estabilizar ni reformar la seguridad sin ocupar el terreno con fuerzas suficientes. La tercera posibilidad es que el régimen de Gadafi se desmorone, su líder perezca en algún bombardeo o que se le agoten los fondos y suministros con los que mantiene la actividad de sus tropas.

En conjunto, las operaciones funcionan bien aunque las fuerzas leales a Gadafi no necesitan derrotar a los rebeldes apoyados por la OTAN para ganar la guerra, les basta con no ser derrotados. La narrativa también funciona bien porque todos deseamos que se acabe el régimen de Gadafi cuanto antes y el pragmatismo en la política internacional acaba llevando a que los fines justifiquen los medios. Progresivamente se va reconociendo al Consejo Nacional de Transición –sean cuales sean sus miembros e intenciones– y se comienza a preparar el día siguiente para Libia tras la caída de Gadafi. Mientras, corre el tiempo que Gadafi y la OTAN creen que juega a su favor, aunque será ese tiempo el que diga si se ha jugado bien o mal a favor de Libia.

[1] Discurso ante la Security and Defence Agenda de Bruselas del 10 de junio de 2011, accesible en http://archive.defense.gov/speeches/speech.aspx?speechid=1581.

Félix Arteaga, investigador principal de Seguridad y Defensa en el Real Instituto Elcano y director del Grupo de Trabajo dedicado al seguimiento de las Misiones Internacionales de las Fuerzas Armadas españolas.

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