Hoy, con un llamamiento a la cooperación, se celebra el día mundial del agua. Oportuno mensaje en un país presidido por la confrontación hídrica. En épocas de abundancia, desaladoras y trasvases han propiciado ruidosos debates maniqueos, hoy acallados por unas arcas exhaustas. En su lugar se ha desempolvado la vieja discusión gestión pública–privada, intrínseca a este servicio. Con el Canal de Isabel II naciendo en 1858 y Aguas de Barcelona en 1867, pronto llegará el primer conflicto (Birmingham, 1875). El ayuntamiento compra el servicio a los inversores privados porque “el suministro de agua a los ciudadanos es asunto del máximo interés para la ciudadanía y deben controlarlo sus representantes, no especuladores”. La historia se repetirá no lejos de allí (Ámsterdam, 1898). El municipio expropia el servicio a sus promotores porque “no les interesaba ampliar la cobertura. Les preocupaban más los beneficios que prestar un servicio de calidad”. El tiempo pasa, los argumentos perduran.
Un destino, el de Birmingham y Ámsterdam, compartido al inicio, divergente después. La ciudad de los tulipanes, como todo el norte de Europa, apostó por lo público. Pero conviene decir que, con Dinamarca a la cabeza, pagan el agua más cara del mundo (7€/m3), cinco veces más que España. Pero al recuperar todos los costes el servicio es sostenible. Sin embargo Inglaterra, con Birmingham, es paradigma de lo privado. Al llegar al poder, Margaret Tatcher privatiza tanto la prestación del servicio como las infraestructuras. Vaya, lo habitual en administraciones endeudadas que ven en la externalización un alivio a sus estrecheces. Y para garantizar el cumplimiento de un principio que España incumple (el dinero del agua debe destinarse a mejorar el servicio, no a otros menesteres) regula el sector.
España, inmersa en una formidable crisis, es hoy tierra de privatizaciones. Destaca, por su repercusión mediática, la sanidad madrileña. Su fulgor difumina la privatización de ATLL (Aigües Ter Llobregat), todo un folletín. Promovido por la Generalitat, el concurso lo perdió la favorita, Aguas de Barcelona (AGBAR). Y se entiende. La oferta económica otorgaba el 75% de la calificación (la Generalitat necesitaba hacer caja) y la técnica sólo el 25%. Y Acciona, rascándose el bolsillo más que AGBAR, ganó la partida. La noticia, un bombazo, pilla por sorpresa a tirios y troyanos. Que en tiempos de máximo fervor nacionalista la Generalitat adjudique un servicio estratégico a una empresa madrileña y deje con la miel en los labios a la catalana, causa estupor. Al parecer, ideologías al margen, la pela sigue siendo la pela. Como el ingreso debía maquillar el déficit del ejercicio, el contrato se firmó a finales de 2012.
Pero el primer día hábil de este año (ni una semana, repleta de fiestas, había transcurrido) el asunto toma un derrotero sorprendente. Con el canon en caja, el Órgano Administrativo de Recursos Contractuales de Cataluña dependiente del Govern, visto un primer recurso de AGBAR, suspende la concesión porque Acciona, dicen, incumple el pliego de bases. Inmediatamente la Generalitat, que previamente lo había adjudicado, anuncia que recurrirá la decisión del órgano subordinado. Y claro, nadie entiende nada. Vale que un mismo asunto se vea diferente desde ópticas distintas. Pero la secuencia de los hechos es injustificable y la actuación de la Generalitat, de nota. Porque ¿cómo es posible tanta descoordinación en una decisión de tal calado? ¿Tan difícil es, dentro de casa, ponerse de acuerdo antes de consumar los hechos? ¿Alguien ha urdido un maquiavélico plan para, hecha la caja, habilitar cauces para que el agua vuelva a discurrir por donde debe? Con independencia de la resolución judicial final, el ridículo es de libro.
Se está, pues, en el guion tradicional. La última palabra la tendrá un juzgado, pues no hay concurso que escape al recurso. AGBAR mantiene otro litigio con Aguas de Valencia (AVSA) por el suministro a su área metropolitana. Y como una sentencia judicial ha dictaminado que AGBAR abastece Barcelona sin la preceptiva concesión y que, por ello, su actuación es ilegítima, AVSA le ha devuelto a AGBAR la pelota donde más le duele, en su casa. Son sólo ejemplos sonados porque la explosión de privatizaciones inunda los juzgados de reclamaciones. Salvo que excesivas pretensiones (nada es como ayer) las dejen desiertas. Como en Jerez y Lanzarote, concesiones obligadas a rebajar su caché para encontrar adjudicatario. Tampoco lo tiene fácil el Canal de Isabel II. Quiere dinero privado sin perder el control. Difícil cuadrar el círculo en tiempos turbulentos.
Podría pensarse, dada la feroz competencia, que el negocio es formidable y que cualquier aumento tarifario llenará, aún más, el bolsillo del operador. La respuesta es sí…, pero no. Porque las millonarias inversiones de las últimas décadas no las están pagado, en contra de la Directiva Marco del Agua, los usuarios. Buena parte las ha financiado Bruselas. El resto, el Estado y las autonomías. Y así, las gestoras operan los servicios asumiendo sólo costes de explotación y mantenimiento. Las tarifas no contemplan la amortización de estas costosas infraestructuras. Así salen las cuentas que ya, como siempre, saldrá el sol por Antequera cuando toque renovarlas.
Los costes que se recuperan representan la mitad del de amortización. Es como si se nos condonase la hipoteca del piso y pagásemos sólo los gastos. Consumimos, pues, un patrimonio regalado lo que explica la diferencia de precios entre el norte y el sur de Europa que, como siempre, vive por encima de sus posibilidades. Pero el maná de las subvenciones se acaba y el sistema camina hacia el colapso. Otra burbuja que, en cualquier momento, puede explotar. Mayormente porque los cánones de las empresas no se destinan a renovar estas infraestructuras, un dinero que desvía la administración, no el operador privado. En los servicios públicos la caja única municipal facilita el trasvase.
En el corto plazo, pues, el panorama es confuso y en el largo, muy preocupante. Porque como en todos los conflictos hídricos, el debate está descentrado. Más que su modo de gestión, importa garantizar agua de calidad a un precio razonable, lo que requiere concretar un marco estable y claro que evite que los concursos, a veces sainetes, acaben en el juzgado. Entre otras cuestiones relevantes, claro. Sólo alejando el agua de la arena política y pasando, como hoy se nos invita, de la confrontación a la cooperación, se conseguirá.
La actual confusión, además, dificulta que aflore el dinero necesario para renovar unas infraestructuras cuyos largos periodos de amortización son incompatibles con la incertidumbre. El pragmatismo necesario para evitar su quiebra exige regular este singular sector (el agua es un derecho universal), iniciativa que de momento no aparece ni en lista de espera. Triste, porque esta crisis ha evidenciado cuán caro es reaccionar tarde. Seguimos sin aprender y así nos va.
Enrique Cabrera es catedrático de Mecánica de Fluidos en la Universidad Politécnica de Valencia.