Algunas noticias de este último tiempo habrán sorprendido a más de uno. Tal vez la más grave provenga del Informe Pisa, que constata grandes deficiencias en asignaturas básicas, como lengua, matemáticas y ciencias. Ahora que en Europa, además de la propia, se exige el dominio de una segunda, y en algunos países incluso una tercera, comprobamos que entre nosotros deja mucho que desear hasta la comprensión de un texto escrito en la propia lengua.
A este respecto la noticia no es que en el País Vasco el 86% de los alumnos hayan hecho la prueba en castellano, la lengua propia de la mayoría de los escolares, sino que la enseñanza se imparta en euskera, una lengua aprendida en la escuela. No hará falta añadir que lo chocante, y si se quiere indignante, no es la obligación de aprender una lengua que, a fin de cuentas, impone los valores o los prejuicios -según el punto de vista que se adopte- del nacionalismo, sino que como ocurría en las antiguas colonias de África se impida la enseñanza en la lengua materna. Pese a los altísimos costos humanos y financieros para conseguir que la población cambie de lengua, tengo por seguro que la mayor parte seguirá comunicándose en castellano. Si un día se alcanzase la independencia, algo que parece poco probable, el castellano quedaría fortalecido, por paradójico que parezca, de la misma manera que en Irlanda el gaélico no ha desplazado al inglés.
Que el último Informe Pisa no haya provocado una conmoción social, constituye de por sí un buen diagnóstico de la situación. No faltan, sin embargo, los que no ven motivo para el pesimismo. Partimos en 1900 de una tasa de analfabetismo del 63,8%, reducida al 2,4% en 2001. En los últimos 30 años la escolaridad ha llegado a toda la población menor de 16 años, y la enseñanza secundaria ha pasado del 2% a comienzos del XX, al 40% al finalizar el siglo. Lo primero es que la educación escolar llegue a todos, después vendrá el que además sea de calidad.
No habrá que insistir en que en un mundo globalizado es aún mayor, si cabe, la importancia de la productividad, que en buena parte depende de los niveles educativos. Aunque nadie ponga en duda esta relación, la educación se ha revelado un problema ante el que no hemos sabido ni siquiera plantearlo correctamente. Poco se arregla cambiando la legislación -ya hemos acumulado bastantes leyes entre sí contradictorias- ni basta, aunque el déficit sea manifiesto, con aumentar las inversiones, si al final no se produce una movilización de amplios sectores sociales, conscientes de lo que nos jugamos en el envite. Se precisaría una reacción social como la que puso en marcha la Institución Libre de Enseñanza, sin duda el aporte pedagógico más valioso.
Conocemos nuestras deficiencias -insignificante el número de patentes en relación con el PIB ("que inventen ellos"); baja cuota de las empresas en "investigación y desarrollo" (47,1% frente al 65% en las economías más avanzadas)-, pero al final nos tranquilizamos con el argumento, de por sí bastante sólido, de que en ciencia y tecnología nunca podremoscompetir con los países pilotos, y que más vale arrinconar el debate sobre la mera ilusión de que vayamos aproximándonos a los de primera división. Hemos terminado por aceptar -nos dicen que con realismo- que nuestro destino sea continuar como hasta ahora -tampoco nos ha ido tan mal-, con una economía de servicios, en la que en algunos ramos, como el turismo y la industria hotelera, nos hemos colocado a la cabeza, con la ventaja añadida de que emplean mano de obra abundante y poco cualificada. Al fin y al cabo, para camareros y dependientes basta y sobra el nivel de conocimientos que imparten los colegios.
En este contexto se inscribe la noticia de la construcción en los Monegros de un gran complejo de ocio, con 32 casinos, 70 hoteles, 232 restaurantes y 500 comercios, con una inversión de 17.000 millones de euros. La noticia desplaza el discurso medioambiental a la inanidad que lo caracteriza. Al parecer, el agua del Ebro no puede emplearse de manera más productiva que en hoteles y campos de golf y, si se repudió el trasvase, era únicamente porque la llevaba a la costa levantina para el mismo uso, pero ahora tendría sentido, cuando los puestos de trabajo quedan en Aragón. En todo caso, proyectos de este tenor en principio no debieran impedir que nos afanemos por lograr una élite científica que nos lleve a producir alta tecnología. Pese a que un tercio de la población trabaja en servicios elementales con salarios muy bajos, Estados Unidos está a la cabeza en ciencia y tecnología de punta, gracias a la industria de guerra, un modelo que en España no podemos ni queremos imitar.
En la sombra queda el que la industria del ocio conecta con un tema del que se habla más fuera, como es la expansión de las mafias, italianas o de la Europa oriental, cada vez mejor asentadas y con mayor número de colaboradores nacionales. La internacionalización de nuestra economía, con los frutos que están a la vista, ha facilitado también el que las mafias se extiendan. Su fuerza tiene que ser grande, cuando, como hemos leído hace poco, ha infectado hasta los mandos medios de la policía.
Una profesora de la Universidad de Leeds, Jennifer Sands, se ha ocupado de los factores políticos y sociales que estarían facilitando la implantación y desarrollo de las mafias en España. Afirma que en ningún otro país de nuestro nivel de desarrollo resulta tan fácil el blanqueo de dinero. La investigadora británica ha insistido en la corrupción que reina sobre todo en urbanismo, junto con la falta de voluntad política de limitarlo, así como en los graves fallos, tanto en la legislación como en la Administración de justicia. Los resultados electorales de Murcia y Alicante han puesto de manifiesto que la corrupción no quita votos, al contrario, como ya en su día hizo patente el señor Gil, que en paz descanse. El dinero mafioso, vinculado al narcotráfico, sin duda ha sido un factor no despreciable del crecimiento económico del que tanto nos regocijamos, pero es un tema tabú del que gobernantes y sociedad en general están de acuerdo en no mencionar.
No sé si esta otra cara de España terminará por prevalecer, pero podría ocurrir lo peor si no nos hacemos cargo de su existencia de la única manera adecuada, combatiéndola ahora que todavía estamos a tiempo.
Ignacio Sotelo, catedrático excedente de Sociología.