La otra cara de la moneda

La violencia de pareja ha aumentado en número de casos y en gravedad. La emancipación actual de la mujer, fruto de los valores igualitarios del sistema democrático, de la creciente presencia femenina en la educación superior y en el trabajo cualificado y del control de natalidad, ha supuesto un cambio drástico respecto al modelo femenino de generaciones anteriores. Muchos hombres no han conseguido integrar este nuevo modelo de mujer, tan distinto del de sus madres o de sus abuelas. La independencia de la mujer ha sido considerada como un desafío al papel (es decir, a los privilegios) del hombre que, en muchos casos, no termina de resignarse a perder el control de la situación. En este caldo de cultivo es donde germina la violencia de pareja.

Los hombres pueden convertirse en agresores cuando tienen actitudes de dominación sobre la mujer, abusan del alcohol, se sienten reconcomidos por los celos, se muestran incapaces de resolver las dificultades de convivencia o manifiestan una dependencia obsesiva de la pareja. En estas circunstancias, si la mujer no se pliega a sus deseos o intenta abandonarlo, surge la violencia como una reacción de control.

¿Qué hay que hacer con los agresores? Tratarlos no significa considerarles no responsables de lo que han hecho. Es una falsa disyuntiva considerar al hombre violento como malo, en cuyo caso merece las medidas punitivas adecuadas, o como enfermo, necesitado de tratamiento médico o psicológico. Muchos hombres violentos son responsables de sus conductas, sin embargo presentan limitaciones psicológicas importantes en el control de los impulsos, en el abuso de alcohol, en su sistema de creencias, en las habilidades de comunicación y de solución de problemas o en el control de los celos. Un tratamiento psicológico puede ser de utilidad para hacer frente a las limitaciones de estos hombres que, aun siendo responsables de sus actos, no cuentan, sin embargo, con las habilidades necesarias para resolver los problemas de pareja en la vida cotidiana. De lo que se trata es de controlar la conducta actual para que no se repita en el futuro. De este modo, se protege a la víctima y se mejora la autoestima del agresor.

Lo primero que hay que garantizar es la seguridad de la víctima y la atención a sus necesidades inmediatas. Pero si se trata psicológicamente a la víctima y se prescinde de la ayuda al agresor, se aborda el problema sólo de forma parcial. Pero hay más. Tratar al agresor es una forma de impedir que la violencia, más allá de la víctima, se extienda a los otros miembros del hogar (niños y ancianos), lo que ocurre en un 30% o 40% de los casos. Además, si se produce un divorcio y el agresor se vuelve a emparejar, se puede predecir que va a haber, más allá del enamoramiento transitorio inicial, una repetición de las conductas de maltrato con la nueva pareja. La razón es muy simple: si la violencia se ha mantenido durante mucho tiempo y se han obtenido beneficios anteriormente (dominar a la víctima, obtener privilegios o marcar la autoridad), se va a volver a repetir también ahora. Por ello, la prevención de futuras víctimas también hace aconsejable el tratamiento del agresor.

Tratar psicológicamente a un maltratador es hoy posible, sobre todo si el sujeto asume la responsabilidad de sus conductas y cuenta con una mínima motivación para el cambio. Los tratamientos de hombres violentos contra la pareja, cuando tienen una duración de al menos seis meses y un seguimiento ulterior de un año, ofrecen unos resultados esperanzadores. Si bien el nivel de rechazos y abandonos prematuros de la terapia es todavía alto, se ha conseguido, al menos en dos tercios de los casos que han logrado completar el tratamiento, reducir las conductas de maltrato y evitar la reincidencia, así como lograr un mayor bienestar para el agresor y para la víctima. Lo que se entiende por éxito en estos programas es la desaparición por completo de la violencia física y una reducción significativa de la violencia psicológica. En cualquier caso, no se presenta la terapia psicológica como una alternativa a las medidas judiciales, sino como un complemento. Lo razonable es integrar uno y otro tipo de medidas según las posibilidades ofrecidas por el Código Penal y de acuerdo con el enfoque de la ley de Violencia de Género. Y en los casos de delitos graves, que suponen el ingreso en prisión del agresor, se debe aplicar el tratamiento psicológico en la cárcel, sobre todo cuando el preso está cercano al cumplimiento de la pena.

En definitiva, se debe intentar el tratamiento con los agresores, que va más allá de dar unas charlas. No hacerlo empeora la situación y responde más a prejuicios ideológicos pseudofeministas que a la realidad de los hechos constatados. Es más, en la medida en que disminuya el número de hombres violentos contra la pareja, también lo hará la violencia futura. Se trata, en definitiva, de interrumpir la cadena de transmisión intergeneracional y el aprendizaje observacional por parte de los hijos.

El reto de futuro más importante es la prevención, sobre todo a un nivel educativo. Se trata de establecer un plan real de igualdad en la familia y en la escuela. Asimismo hay que enseñar a los chicos a considerar inaceptable el ejercicio de cualquier tipo de coacción o violencia y a respetar en todo momento las decisiones de su pareja. A las chicas hay que alertarlas sobre las posibles señales de alarma en el comportamiento de su pareja que pueden ser precursoras de una violencia futura: accesos de ira intensos y frecuentes, celos desproporcionados, intentos reiterados de control, conductas humillantes, actos de crueldad, abuso de alcohol y drogas, etcétera. Cuando una mujer tiene una mayor capacidad de elección es al comienzo de la relación, cuando se está en una fase de exploración mutua y cuando no hay otro tipo de hipotecas. Es entonces cuando la mujer puede conocer, más allá de los sentimientos y de la pasión del noviazgo, el grado de compatibilidad de sus expectativas con las del hombre y adoptar la decisión de continuar adelante o de cortar la relación.

Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología Clínica en la Universidad del País Vasco.