La otra mitad

Aparecieron en el horizonte inquieto de las revoluciones como nube de mosquitos zancudos. Todos preparados y listos para picar el lomo al elefante. Ocurrió en el París de las rebajas. Mientras a Sadam le tomaban por televisión las medidas para su última corbata, Los hijos de Don Quijote fueron montando el campamento, convirtiendo las orillas que llevan al Sena en fortines de humanidad. Bien mirado, el asunto escocía. Una vergüenza para los ojos de todos aquellos que ignoran cómo vive la otra mitad.

Por decirlo de alguna forma, lo de Los hijos de Don Quijote es un movimiento novelesco llevado al tiempo real. Sus inspiradores, los hermanos Legrand, son católicos practicantes que cristianizan toda esa parte que da la espalda a los demás. Y lo consiguen con el fondo literario de las metáforas, es decir, recordando que la cruz representa cuatro puntos cardinales aunque uno de ellos no veamos por estar hundido en la piel del elefante. Cansados de que siempre toque a los mismos poner la otra mejilla, y con ayuda de los cacharritos digitales y de la Internet, los hermanos Legrand han conseguido una revolución de espejos a la manera que citó Stendhal como epígrafe en Rojo y Negro. Gracias a la pantalla líquida, los campamentos cervantinos se fueron extendiendo a lo largo de los caminos con la misma rapidez con la que se extiende la lepra sobre el lomo de un elefante enfermo. Y en ese plan, los de la administración del país galo no han tenido otra que ceder al empuje ingenioso de estos hijos de Cervantes y de Stendhal, reconociendo el derecho a un decoro para la otra mitad. El asunto tiene su mérito. No es para menos. Con el intento de alcanzar la justicia social denunciando las sombras en las que malvive buena parte del planeta, los hermanos Legrand han conseguido movilizar a miles y miles de personas. Cuando el gobierno francés anunció el proyecto de ley que establece el derecho a reclamar, ante los tribunales, una vivienda al Estado, Los hijos de Don Quijote levantaron el campamento en silencio. Bien saben, los que lo alimentan, que el elefante al que hacíamos alusión al principio presiente la hora y necesita una sangría para dilatar su ciclo. Benditos sean Los hijos de Don Quijote por arrancar la cruz, provocando con ello el tajo limpio. Cuando el nombre del Padre es usurpado por las fuerzas productivas del capitalismo y el del Hijo queda para ser explotado por las mismas, al Espíritu Santo no le queda sino batirse, que diría don Francisco de Quevedo. Y esto es lo que ha pasado en el país vecino con Los hijos de Don Quijote.

En nuestras tierras, más que reflejos de lo sucedido en Francia, lo que hubo fueron intentonas, fracasos empañados por los vapores de una mala digestión. Ocurrió hace unos días, en Barcelona, pero nada que ver con lo de Francia. No es de buen gusto recordar que, en lo que a revoluciones se refiere, los vecinos galos nos llevan años de ventaja. Tal vez sea porque allá la burguesía es ilustrada y acá sea sin lustre. Vaya usted a saber, pero sólo echar un vistazo a nuestra Historia para darnos cuenta del detalle: La Revolución Francesa tuvo su reflejo en España casi cien años después. Le pusimos por nombre La Gloriosa y nada más hizo que llegar, así empezó a cuartearse. La fugacidad del zarpazo no es de extrañar. La suma de negatividades unió a iluministas y espadones con parientes resentidos y los puso paseando de la mano por la calle del Turco, donde mataron a Prim. Qué absurdo, pues si en alguna parte La Gloriosa tuvo influencia fue en el país vecino cuando, por rebote, París se convirtió en Comuna durante dos meses y unos pocos días. Y es que a los revoltosos del país galo siempre les funcionó el juego de espejos que un día propuso Saint-Reál y que luego citó Stendhal. Así sucede, por contraste, que en Barcelona el alcalde pegó manguerazos al sitio de la quedada y luego puso a trabajar a la policía, como si el fantasma de Prim y los de la Septembrina fuesen a llegar de un momento a otro. Cómo Reus queda tan cerca, pues eso pensaría el alcalde. Al final, el asunto quedó zanjado con unas sillas y una mesa de las de atención al cliente, espere acá sentado, su turno por favor y Vivan las caenas. Aunque suene a chiste, la cosa no tiene pizca de gracia cuando resulta que hay más viviendas que personas y todavía hay personas que no tienen vivienda. Por lo que se ha visto, y lo que se ve, la igualdad no es otra cosa que una ecuación en los despachos de nuestros gobiernos.

Por seguir con las cuentas, la literatura y la denuncia de los excluidos, por seguir con lo mismo, viene al dedo sumar otro nombre al de los hermanos Legrand. Se trata de Jacob Augustus Riis, danés y emigrante. Uno de tantos que llegó a Nueva York mientras aquí andábamos con lo de La Gloriosa, los masones y la calle del Turco donde mataron al de Reus. Carpintero, rompemundos y humanista, el emigrante danés denunció el modo de vida de los barrios más pobres de Nueva York. Y lo hizo a la manera cervantina, es decir, escribiendo un libro pionero en su género, léase reportaje. Convencido de que la experiencia de un hombre tiene que ser válida para la comunidad de donde procede, Jacob Augustus Riis se puso a la labor y mostró las sombras que envolvían la otra mitad. De ahí el título, Cómo vive la otra mitad, un aguijonazo en la piel de la memoria del elefante. Gracias a la contribución de Jacob Augustus Riis, se consiguieron cambios importantes en lo que a urbanismo y sanidad tocaba. El libro se publicó en 1890 y, para quien experimente la curiosidad de acercarse a sus páginas, cabe aquí decir que ha sido traducido al castellano de forma precisa por Isabel Núñez. Entre el citado libro y el movimiento de Los hijos de Don Quijote hay algo más de cien años de distancia. Sin embargo, podemos encontrar indiscutibles paralelismos entre ambos. Por lo pronto, los dos han sabido dar uso a los medios sin comerse los fines. A Jacob Augustus Riis le fue muy útil el invento del flash fotográfico. Debido a esto, pudo mostrar en crudo los rincones más indecentes de la ciudad. Barriadas con franjas color humo como único cielo, chimeneas y ventanucos tristes, personal churretoso y marrano de pieles en las que nunca hubo enjuagadura, callejones donde los hombres miran de lado y la miseria se puede masticar. En fin, sitios señalados como Cotarro del Bandido o La cocina del infierno, lugares todos que ponen los vellos como escarpias con sólo nombrarlos y caminos por donde un buen día pasó Jacob Augustus Riis para levantar acta. Y si en su caso la invención del flash fue de ayuda, en el caso de los hermanos Legrand, el medio utilizado para poner fin a la vergüenza ha sido la pantalla de origen digital.

Frente al capitalismo estático, Los hijos de Don Quijote han respondido con el digitalismo, que es dinámico por naturaleza y aliado decisivo a la hora de ponerse a la utópica tarea de pincharle la piel al elefante. Así, mientras a Sadam le apretaban el nudo y las mesas de la Navidad estrenaban mantelería, unos a otros se fueron dando el aviso. De esta forma, Los hijos de Don Quijote aparecieron por las orillas de los canales que llevan al Sena, allí donde en los días nublados se ahogaba el mismísimo Jacques Brel y los mosquitos trompeteros recuerdan a Miles Davis.

Montero Glez, novelista.