«La otra patria» (Die andere Heimat) de Edgar Reitz es una de esas películas que deben verse apenas se estrenan porque, cinéfilos aparte, no hay garantía ninguna de que sobrevivan en cartel más de unos días. Y es ocioso explicar por qué: está demasiado claro. No entraremos en los múltiples méritos del filme, ya glosados en otras páginas de ABC; y ni siquiera en el dramático escenario político y social que se iba armando en Alemania en los años anteriores a la gran conmoción de 1848, en los cuales se desarrolla la historia, entre campesinos del Hunsrück (entre el Mosela, el Rin y el Nahe), circundados y a veces penetrados por ideales de libertad y justicia que tropezaban de modo trágico con los abusos tiránicos de la nobleza agraria y del rey de Prusia, cuya opresión acaba forzando a emigrar a quienes nunca pensaron hacerlo. Para terminar con la película, sólo mencionar la inolvidable y magistral secuencia de la fiesta en la taberna en la que Philine Lembeck (Florinchen) embruja y reina sobre el conjunto de la acción, prodigiosa en su totalidad. De lo mejor que he visto en una pantalla.
Pero el leitmotiv central es la emigración, suscitada por el hambre –¡los seis hijos perdidos, de niños, por Margarethe!– y el aplastamiento social. La fantasía del protagonista (Jakob) –que pesa omnipresente– de huir a Brasil y que nunca se cumple por el carácter ensimismado e irresoluto del personaje tiene el contrapunto de la realidad: quien sí emigra es su hermano, trasplantado con su familia, para siempre, al Brasil, tierra de promisión, paraíso terrenal, telón de fondo permanente y referencia de contraste con la miseria inmediata. El colofón o epílogo, esperable, de la tensión entre sueños y realidades llega por carta, al final, cuando los trasterrados narran la verdad de su destino: promesas falsas, vicisitudes del viaje, indiferencia en la acogida, dureza de la vida, nuevas explotaciones…, los avatares normales en el tiempo de cuantas gentes abandonaban su lugar de origen. Alemania, superpoblada –en términos relativos a la capacidad de producción de alimentos– rebalsaba gentes, desde Sierra Morena al Donautal húngaro, del Banat o la Transilvania rumanos –tan crudamente retratados por Herta Müller– al Volga o la inmensidad de Sudamérica. Un chorro incesante de personas que no se detuvo en el siglo XX. Estados Unidos, Brasil, Argentina, Chile, Paraguay (los menonitas del Chaco son otro asunto, de raíz religiosa) acogen a minorías y colonias de alemanes conformadas a lo largo de siglo y medio, por la tendencia lógica de todo emigrante a agruparse con quienes considera más próximos, con frecuencia hasta por parentesco. De ahí las Casas de Tal o Cual país o región… o pueblo: en el cementerio de Colón de La Habana subsiste un gran panteón reservado, en un principio, a Hijos de Ortigueira, aunque ahora ya admitan descendientes de gallegos de otras procedencias.
Contemplando tal pasado de emigración alemana, la simpleza más grande está al alcance de cualquiera, escriba o no en los periódicos: exigencia moral, pero aplicada de manera muy material, a la Alemania de hoy de albergar a cuanto refugiado sirio pete acogerse a las ventajas que ofrece ese país respecto a otros europeos. Como si la sociedad y los gobernantes actuales tuvieran culpas y –consiguientemente– deudas que saldar por las causas que inducían a marchar a sus antepasados, más allá de la solidaridad humana general y que afecta a cualquiera, por ejemplo a los otros países árabes, incluidos los muy ricos –y muy indiferentes ante la tragedia siria– que si hacen algo es enviscar, bajo cuerda, cuanto pueden a todas las facciones de islamistas salvajes. Pero en la exigencia de obligaciones morales en este terreno a los alemanes del presente existe otro capítulo soslayado de forma sistemática, por ignorancia o desmemoria consciente (o por ambas, que tampoco hay por qué imaginar virtudes en tales moralistas): si hay un país que conoce en sus carnes en qué consiste ser refugiados –y recibirlos a un tiempo– es la misma Alemania, con sus trece millones de compatriotas forzados en 1945 a dejar sus casas y sus tierras, desde Memel a los Sudetes. Un millón y medio pereció por el camino, de frío o inanición, o a manos del Ejército Rojo y de las numerosas bandas de saqueadores checos y polacos que los asaltaban. El resto tuvo que ser acogido en ciudades y territorios en ruinas, ocupados por el enemigo –que siguió comportándose como tal durante varios años– y con carencias y pobreza extremas que no podían paliar las organizaciones de socorro. En la actualidad, los escasos supervivientes o sus descendientes eluden hablar de aquello o lo hacen con distanciamiento o tristeza: no quieren mostrarse como víctimas –al contrario de los sirios– ni revivir el horror a través de la palabra. Alguna película (Die Flucht, La huida), más bien desafortunada por su simplismo ideológico, intentó rememorar la tragedia –repetimos: de trece millones de personas– mientras fuera nadie sabe nada, si no es conminar, exigir, anatematizar. Gentes justas y de palabra fácil para condenar a otros.
Pero la cuestión crucial es si los fugitivos de Siria (y de otras guerras) buscan de verdad «Otra patria», o meramente pretenden reproducir en otro lugar la misma vida y conductas que dejaron atrás, con los beneficios económicos que les depara el nuevo país. Como más arriba señalábamos, la tendencia a la endogamia de los extranjeros es muy común, pero hay grados y maneras. Según la permeablidad de la sociedad receptora o la presión y control del grupo sobre el individuo en las comunidades recién llegadas. Tal vez los latinos seamos los más proclives a la integración, en medios afines, siempre que la prosperidad económica del inmigrante no acabe distanciándolo del común de la sociedad, en tanto en el otro extremo estarían hindúes, judíos, chinos, mahometanos, si bien estas observaciones requieren matizaciones importantes hasta de índole personal: en la misma Alemania hay españoles integrados desde sus primeros pasos en el país y otros que vivaquean por allá desde hace cuarenta años maldiciendo a quienes los rodean. En todo caso, es poco alentador ver las imágenes de refugiados sirios, en Hungría, rechazando las cajas de alimentos de la Cruz Roja porque… llevaban pintada una cruz. Mal camino para empezar un encuentro no pedido.
Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.