La Pactada

La Constitución de 1978 rezuma buenismo por todas partes: buena voluntad, buen rollo, buenas intenciones. El refrán advierte contra las buenas intenciones, asegurando que los caminos del infierno están empedrados de ellas. Pero no menos cierto es que sin ellas no se va al infierno, se está en él. Quiero decir que sin generosidad, altura de miras, confianza en los demás, regresamos a la más elemental «lucha por la existencia», haciendo imposible el pacto constitucional entre individuos que, aunque libres, establecen las normas para ese «proyecto sugestivo de vida en común» que es la nación moderna según Ortega. Pacto que incluye derechos y deberes, garantías y obligaciones, asentadas en los dos principios fundamentales del Estado de Derecho: la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la obligación de cumplirla de todos ellos.

La Constitución del 78 cumple ambas condiciones, al haber sido acordada entre todos los españoles y refrendada en referéndum, de ahí que se la conozca por «la Pactada». Ni siquiera «la Pepa», de 1812, lo fue, pues desde las tribunas un pueblo gaditano más liberal que el resto de los españoles acosaba a «los serviles» o conservadores, produciendo una Constitución más adelantada que el país en su conjunto. Así duró ella: sólo dos años. Las siguientes fueron ya descaradamente partidistas, según el gobierno de turno, convirtiéndolas en motivo de disputa más que de acercamiento.

La Pactada«La Constitución del 78 –he escrito en libro– es el reflejo del ánimo conciliante en un país caracterizado por la intransigencia. No es sonora, rutilante, precisa, ni siquiera pretende ser perfecta, sino gris, prosaica, modesta y hasta contradictoria, como la vida. La preside el posibilismo, no la ideología. En eso y otras muchas cosas se diferencia de todas las anteriores». Debí añadir: también producto de la experiencia y el miedo. A la muerte de Franco, los españoles que habían luchado en la guerra y sus hijos temían volver a ella. El pacto era inevitable y todos contribuyeron a él, incluso los que se oponían al mismo, y no resisto la tentación de transcribir un párrafo de la conferencia de Juan Linz en nuestra Embajada en Washington el 6 de diciembre de 1982: «Paradójicamente, incluso los que adoptaron posiciones extremas inmovilistas o rupturistas tenían su papel, pues daban armas a los moderados para argüir la necesidad de un compromiso. Al Gobierno, para no abandonar el poder a la oposición. A ésta, para no aceptar una reforma impuesta desde arriba, parcial o cosmética. El mérito fue de los que contribuyeron con sus esfuerzos, perseverancia y habilidad a que fuera posible la transformación política. Pero ni el gobierno ni la oposición hubieran podido hacerlo sin el deseo de moderación de la inmensa mayoría de los españoles».

Fue lo que nos trajo cuatro décadas de democracia imperfecta (la democracia es imperfecta por naturaleza), de crecimiento incluso desorbitado (quiero decir, no del todo real) y de tranquilidad sin tranca. ¿Qué ha ocurrido para que, en los últimos años, tal situación haya ido deteriorándose, hasta el punto de que hayamos estado un año sin gobierno efectivo, con una confrontación abierta entre los partidos, los territorios y las tendencias que barren el suelo español como un simún del desierto, amenazándolo con devolverlo a la situación anterior? La causa inmediata fue la gran crisis económica de 2008, que dejó tambaleantes las finanzas mundiales. Pero, en España, esa crisis fue sólo el detonante de otras que venían larvándose desde mucho antes y anidaban en la misma Constitución que tantos bienes nos había traído.

Fuera por desconocimiento de lo que es la democracia, responsabilidad individual y colectiva (que sólo los exilados, viejos todos ellos, conocían), fuera por las prisas (nuestra gran enemiga), el caso es que al enfrentarse con el gran problema de la territorialidad, que seguía pendiente, se echó mano de la semántica para sortearlo más que resolverlo. Que era tanto como hacerse trampas en un solitario. ¿Cómo encajar la unidad de España con su diversidad? Pues aceptando ambas cosas al mismo tiempo. Se «reconoce la indisoluble unidad de la Nación Española» y «se garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran» (artículo 2). Eso era jugar con palabras y conceptos, algo siempre peligroso, en un terreno minado, que debía haberse dejado meridianamente claro desde el principio. Pero se prefirió dejar cierta ambigüedad para contentar a todos. Etimológica y legalmente, como ha dictado más de una vez el Tribunal Constitucional, nación hay sólo una, la española. Pero se introdujo el término «nacionalidad», morfológicamente más un adjetivo que un sustantivo, creando un equívoco. Si a ello se añade otro, «autonomía», emparentado con «soberanía», habíamos sembrado los gérmenes de un gravísimo conflicto territorial, que amenazaba no ya la Nación, sino el Estado español. Con su agudeza habitual, Linz lo advirtió en la conferencia citada al temerse que «abriendo las puertas al Estado de las autonomías, tomara carta de naturaleza la doble conciencia de muchos españoles». Es lo que ocurrió, sin señales de amainar; al revés, se acentúa.

España no es una «nación de naciones», al menos en el sentido moderno de proyecto comunitario. Todo lo más, es una «nación de prenaciones», que hace cinco siglos unieron su destino y desde entonces han vivido juntas victorias y derrotas, alegrías y tristezas, bonanzas y galernas. Hasta ahora, ha logrado sobrevivir todo ello, prueba de que lo que nos une a los españoles es más que lo que nos separa. Pero si confiamos sólo en ello las fuerzas centrífugas en nuestras almas terminarán imponiéndose, con consecuencias incalculables en el sentido más negativo, pues no iba a librarse nadie.

La solución, contra lo que se dice, no es cambiar la Constitución del 78 o reformarla sustancialmente. Es cumplirla, al ser la única que atiende a las necesidades de todos los españoles, sin preferencias de ninguna clase. Para ello, bastaría una enmienda constitucional que aclarase los términos equívocos: autonomía no es soberanía, nacionalidad no es nación. Hoy parece imposible, tras tanta ambición de unos y tanta dejadez de otros. Pero la alternativa es el estallido general, ya que no sólo vascos y catalanes iban a obtener lo que desean sus nacionalistas, sino que lo querrían todos. Ocurrió en la Primera República. En la Segunda fue peor: una guerra civil.

Lograr la unidad de la pluralidad de los españoles parece la cuadratura del círculo, pero el camino más directo, y puede que único, es hacer de España un país del que podamos sentirnos orgullosos todos los españoles. Un país moderno, tolerante, abierto, donde los ciudadanos puedan desarrollar sus posibilidades y se sientan iguales en derechos y deberes, con una justicia independiente y unos partidos políticos que antepongan el bien común al de sus afiliados o dirigentes. El país diseñado en la Constitución aprobada hoy hace 38 años, que aún no hemos llevado a la práctica plena y correctamente.

José María Carrascal, periodista.

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