La palabra clave

Me pasé los últimos dos o tres meses leyendo páginas sobre el Mayo del 68 en París. En mayo de 2008, nada menos que 40 años después, era un tema cantado. El presidente Sarkozy, durante su campaña electoral, había criticado con singular y hasta sorprendente pasión el espíritu del 68 francés. Y las reflexiones diversas fueron a veces interesantes, originales, aun cuando no terminaron de convencerme. Entre otros motivos, porque estuve en París, en el corazón del barrio de Montparnasse, durante todo ese mes de mayo; porque vi a Daniel Cohn-Bendit encaramado en los hombros de mármol de la estatua de Augusto Comte, dirigiéndose desde esa altura a sus amigos, frente a la puerta principal de la Sorbona, y asistí en persona, bajo los frescos simbolistas de Pubis de Chavannes, a la defensa dialéctica de un Jean-Paul Sartre que daba la impresión de estar acorralado por la artillería verbal de sus jóvenes interlocutores.

Los textos de estos días, en general, me parecieron aproximados, siempre aproximados, pero algo desubicados. Ahora no pretendo enfocar el tema de Mayo del 68 en su conjunto: me siento más inclinado a escribir una novela que un ensayo sobre el asunto, salvo que mi novela sería necesariamente ensayística, y mi ensayo tendría una inevitable corriente narrativa. Pero voy a contar una anécdota preliminar y que puede ayudar a que nos situemos en el tiempo y en el espacio.

Yo venía del Congreso Cultural de La Habana, el de enero de ese año, y había pasado dos o tres días de fines de febrero en Praga, en los comienzos mismos de aquello que poco después sería conocido como la Primavera de Praga, primavera política, se entiende, uno de los primeros deshielos ideológicos de Europa del Este. Siempre sentí después que aquellos aires, que en Cuba habían llevado a un brusco retroceso, que en Praga provocaban un despertar prematuro y fallido, soplaban también, con fuerza extraordinaria, en el París de la ribera izquierda del Sena. Pues bien, me encontraba una tarde de fines de abril en La Coupole, en las mesas que dan al bulevar de Montparnasse, en compañía de Carlos Fuentes y de una amiga chilena. El tiempo se presentaba espléndido, con todos los sonidos y los perfumes de la tradición poética simbolista. Y nosotros hablábamos con vivacidad, con euforia, creo que con optimismo, de los sucesos recientes: de Praga y Dubcek, de las discusiones de Cuba, de un Chile agitado y en vísperas de cambio, de escritores como Octavio Paz, Julio Cortázar o un joven checo que se llamaba Milan Kundera. En la mesa de al lado había un hombre grueso, de pelo entrecano, de cara grisácea, de vestimenta oscura, que tomaba apuntes en una hoja de bloc, parapetado detrás de un verdadero muro de libros ypapeles, y que de repente levantaba la vista y nos miraba de reojo. ¿Quiénes son ustedes?, preguntó de repente el hombre de aspecto gris. Nos presentamos y nuestro vecino, entonces, dijo que él era Lucien Goldman, el crítico, profesor, ensayista. Había estado hacía muy poco en México y allá había escuchado hablar mucho de Carlos Fuentes. Después había viajado a California y había conversado largamente con su amigo el filósofo Herbert Marcuse. El filósofo describía un movimiento estudiantil que tenía sus orígenes en la Universidad de Berkeley, que ya había llegado a Italia y Alemania y que muy pronto se manifestaría en París. La palabra clave de este movimiento, explicó Lucien Goldman, autor de un texto célebre de sociología de la novela, surgió en Roma y es la palabra contestazione. En medio de las disertaciones profesorales, típicas de los viejos recintos académicos, los alumnos se ponían de pie y pedían explicaciones. Ya no estaban dispuestos a aceptar los argumentos de autoridad: ¿por qué sostiene usted tal cosa o tal otra, por qué nos trata de imponer sus dogmas sin la menor forma de crítica? Era una revolución de nuevo cuño, diferente de las revoluciones y contrarrevoluciones en boga, que cruzaba y atacaba en una línea transversal los esquemas de bloques de la Guerra Fría. Tenía aspectos seudoanarquistas, pero también tenía el mérito de atacar por su base el orden establecido de Occidente y a la vez, sin la menor concesión, el de las burocracias estalinistas. En lugar de cambiar el mundo, proponía cambiar la vida, y por eso Jean-Arthur Rimbaud, junto a un Che Guevara recién muerto en la selva de Bolivia, serían figuras emblemáticas en todos los desfiles de los sesentayocheros (soixantehuitards).

Goldman nos invitó a comer a su casa y siguió desarrollando lleno de furia pedagógica sus teorías, relacionadas más bien con la estructura de la obra literaria, y las de su amigo Marcuse, que anunciaban una revolución mundial diferente.

A los tres o cuatro días, el vagón del metro en el que viajaba a casa de unos amigos se detuvo en la estación de Saint-Michel y entraron algunos muchachos que lloraban y a la vez se reían a carcajadas. Junto con ellos entró una nubecilla que picaba en los ojos y que tenía un olor característico: era el gas lacrimógeno que anunciaba que el movimiento descrito por Marcuse desde California ya había llegado a los bulevares del Barrio Latino. Al día siguiente me acerqué al sector de La Coupole y me tocó asistir a un espectáculo extraordinario. Masas de jóvenes estudiantes habían ocupado la calle y saltaban, cantaban, gritaban con los puños en alto, observados con atención por algunos personajes marginales. Entre ellos, el inevitable Lucien Goldman, con sus mechones entrecanos, conmovido porque los anuncios suyos y de su amigo Herbert Marcuse se confirmaban en las realidades callejeras. Mientras él miraba con fruición, un gimnasta de mediana edad, de camiseta a rayas horizontales y de largos mostachos, hacía flexiones y levantaba pesas, imperturbable, directamente salido de una pintura del Aduanero Rousseau. Porque la rebelión estudiantil tenía más de algo que ver con la vanguardia estética y con el surrealismo de los primeros tiempos. Y a medida que mayo avanzaba, me tocaba asistir a escenas tragicómicas que nunca he olvidado. Me acuerdo, por ejemplo, de una vieja vendedora de periódicos instalada en una esquina. Al comienzo protestaba, furiosa, porque le habían llegado algunas pedradas y algunos chorros de agua a su quiosco. Después ya no tenía ni quiosco y estaba obligada a vender sus diarios y sus revistas en el suelo. Al final no tenía nada que vender, pero seguía en la misma esquina, dedicada a contemplar los sucesos, de brazos en jarra, mientras cadenas de jóvenes sacaban los adoquines y los transportaban hasta los techos de los edificios. Pronto, anunciaban, debajo de los adoquines, empezaría a verse la playa. Después de mayo, el movimiento se descompuso en diferentes formas. El impulso original, espontáneo, de permanente invención, desapareció, y no podía ser de otra manera. Uno regresaba a París y se encontraba con los veteranos y hasta con los inválidos del 68, dedicados, por ejemplo, a atender algún pequeño restaurante vegetariano o alguna librería alternativa. De todos modos, pienso que algo quedó en alguna parte. La contestazione, la palabra clave según el profesor Goldman, de alguna manera, con la lentitud propia de los verdaderos procesos históricos, se impuso.

Cuando me tocó ver en la televisión, alrededor de 20 años más tarde, las imágenes de los jóvenes que saltaban encima del muro de Berlín y lo derribaban, tuve la vaga impresión de que Mayo del 68, el llamado espíritu de mayo, había vuelto. Son los brotes libertarios cíclicos, que siempre vienen de muy atrás, que en un primer momento suelen parecer inútiles, pero que son tan necesarios como el oxígeno que respiramos.

Jorge Edwards, escritor chileno.