La palabra 'nación'

Por Luis Racionero (LA VANGUARDIA, 08/05/06):

El defecto de Occidente es prestar demasiada consideración a las palabras, darles más valor que a las cosas, vivir, como muchos de mis colegas escritores, en un espacio virtual de palabras, lo que Aldous Huxley llamó "the strange idolatrous over-estimation of words" (la extraña e idólatra sobreestimación de las palabras).

Contra ello las mentes más inteligentes del siglo XX, como el propio Huxley o Karl Popper, han recomendado el principio de no discutir jamás sobre palabras y sus significados. "Nunca te dejes meter en discusiones sobre palabras y sus significados. Lo que se debe tomar en serio son cuestiones de hecho y proposiciones sobre los hechos". Popper dixit (pace a la ministra del pixie).

Mi querida amiga y formidable política Esperanza Aguirre afirma que "si Catalunya es una nación no puede serlo España". Depende de cómo definamos nación: estamos cayendo en una disputa sobre palabras y su significado. Me parece que era Grotius quien definió como nación o Estado nación aquel territorio que fuera capaz de defenderse contra una invasión extranjera. Eso era en el siglo XVI y XVII, en que las naciones europeas tenían tamaños parecidos. Hoy esa definición no vale, porque casi ninguna nación de las que hay en la ONU es capaz de defender su territorio ante una invasión de EE. UU. Francia fue invadida por Alemania en 1815, 1870, 1914 y 1940, ¿dejó por ello de ser nación? Hoy en día para que no nos invadan está la OTAN y la ONU, ambas federaciones de estados.

O sea que hoy en día el significado de nación como grupo de gente que puede defender su territorio ya no vale. ¿Qué definición de nación se puede dar?: "unidad de destino", o sea, programa; cultura común, o sea, homogeneidad; dependencia de un centro, o sea, polaridad. Grupos de gente como los gallegos, vascos, catalanes, escoceses se pueden llamar nación porque tienen en común una cultura, es decir, lengua, costumbres, medio de ganarse la vida y símbolos (bandera, himno, santo patrón, fiestas conmemorativas, historia y mitos). El diccionario de la Real Academia ofrece las definiciones: conjunto de los habitantes de un país regidos por el mismo gobierno y conjunto de personas de un mismo origen que generalmente habla un mismo idioma y tienen una tradición común. Lo primero es el Estado nación, lo segundo la nación cultural.

La nación Estado con ejército para defender el territorio se fundó a finales del siglo XV en Francia y España por Luis XII y Fernando el Católico. Su utilidad duró cinco siglos, hasta el XX, cuando aparecen en la periferia de Europa colosos como EE.UU., Rusia, China, India, que son conjuntos de Estado del tamaño de Francia, España o Inglaterra. A partir de eso, los estados nación del siglo XV se ven obligados a unirse en grupos superiores como la Unión Europea o la OTAN.

De modo que Catalunya, Galicia o Euskadi son naciones por cultura, programa y polaridad; España es nación porque apareció como nivel siguiente que englobó a las anteriores en el siglo XV, porque les convenía a todos, y ahora aparece otra nación que es Europa, que englobará a España, Francia, Alemania, etcétera, porque nos vuelve a convenir a todos. De modo que Catalunya es una nación y España también es una nación, sólo que Catalunya nace en el año 1000 y España en el 1500; Catalunya no tiene Estado porque a partir del 1500 lo pasó a España. Y ahora España lo está pasando a Europa y a la OTAN. Mejor no perdernos en palabras.

La cuestión se comprende mejor si se toma conciencia de que los grupos nacionales son creaciones humanas en el espacio y en el tiempo. No hay pueblos elegidos por Dios ni países que Cristo fundó, sino grupos humanos que se federan para mejorar sus intereses. Como tal, los grupos son cambiables en el espacio y en el tiempo, se adaptan a los cambios exteriores o perecen. El gran cambio del siglo XX, que es la emergencia de una economía a escala mundial, ha obligado a los estados europeos a integrarse en mercados comunes para competir con los colosos del mundo.

Ante tales necesidades de adaptación que apuntan hacia la integración en conjuntos más amplios, es preciso tener muy clara la relatividad de las organizaciones estatales, su carácter práctico, no mítico, su aspecto racional, además de sentimental. Desde una óptica así, los conflictos se resuelven porque la reorganización redunda en beneficio de todos; sólo hay que sacrificar los intereses que quisieran una España gobernada aún por Felipe II o desde el valle vecino.

Es un tema de nuestro tiempo: desde que periclitaron los imperios coloniales -el último en 1945-, los estados nacionales del siglo XVI se han quedado sin "unidad de destino en lo universal"; el nivel Estado nacional ya no es - como hace quinientos años- el escalón más útil de la jerarquía de grupos humanos; ahora se promueven alianzas multinacionales, los estados se funden unos con otros y se diluyen en todos más amplios: uniones de repúblicas socialistas, estados unidos y mercados comunes. La dimensión óptima del mercado ya no es cincuenta millones de personas, sino trescientos millones; en vista de ello, una sociedad que ya no se centra en la conquista, sino en el bienestar y la cooperación, busca reestructurarse para cumplir los nuevos objetivos, más materialistas, pero menos guerreros que antes. El nuevo imperio pasa por las multinacionales que, pese a todos sus defectos, son menos agresivas que los conquistadores y los mercaderes de esclavos. Es en el marco de este cambio de mundo que cabe reinterpretar la dialéctica de las nacionalidades dentro del Estado de España, así como la de la propia España o Francia dentro del escalón superior que es la Unión Europea, o el papel de Europa en el mundo.

España, que se había cerrado tras los reveses europeos de los Austrias, la represión de la Inquisición, el pasotismo de la nobleza y la pésima infraestructura, tanto física como educativa, comenzó en 1898 un camino de rectificaciones y transformaciones que ahora culmina: somos el décimo país industrial del mundo y el quinto de Europa, tenemos un régimen democrático estable, nos hemos integrado en el Mercado Común y somos una sociedad postindusrial. Podemos anunciar, por lo mismo, el fin de la edad conflictiva que se inició con las expulsiones, el imperialismo y la intransigencia del siglo XVI. Hemos conseguido darle la vuelta a nuestra decadencia económica en menos de cien años.

En cada época hay un tipo de agrupación territorial óptima, que está en función de la tecnología y el equilibrio de poder de ese periodo histórico. Así, en la edad media no existían estados nación tipo España, Francia o Alemania, sino condados, ducados y reinos pequeños; en Italia había ciudades estados. En la época moderna esas unidades territoriales, útiles durante la época medieval, devinieron obsoletas y se agruparon en el Estado nación, que fue el tamaño óptimo correspondiente a las tecnologías, comercio y equilibrio de poder de la época posterior a 1500. Pues bien, ahora estamos en una tercera época, la posmoderna o postindustrial, y en ella el tamaño óptimo de agrupación territorial es el mercado común o los estados nación unidos.

Cada tamaño fue el óptimo en su época, cada nuevo tamaño se impuso por su eficacia en conseguir lo que las sociedades querían. Pero cuando pasa su época, el condado o la nación no desaparecen, están ahí en la historia, las costumbres y las tradiciones, pero ya no son útiles, hay que integrarlos en la nueva dimensión. Por eso ni Catalunya ni España son indisolubles unidades de destino, sino niveles sucesivos en la adaptación de los habitantes de la Península al cambio de su entorno, y ambas son parte del pasado. Pero no un pasado que olvidar, sino que conservar e integrar en el nuevo nivel continental postindustrial y luego en el global mundial que aparecerá en el futuro.