La pandemia de la austeridad

En las reuniones de la primavera de este año del Fondo Monetario Internacional/Banco Mundial, celebradas en Washington, D.C., el FMI instó a los países europeos a relajar sus políticas de austeridad y centrarse en la inversión, abandonando la retórica del pasado, pero en los pasillos de esas dos instituciones multilaterales se habló de que se trataba de un doble rasero.

En realidad, la mayoría de los países están reduciendo el gasto público… con el apoyo del FMI. Así, pues, justo cuando algunos países septentrionales están empezando a poner en tela de juicio la prescripción de austeridad, sus homólogos meridionales (incluidos los países de la Europa meridional) están adoptando cada vez más medidas de ajuste fiscal.

Según las proyecciones del FMI, de los 119 gobiernos que están reduciendo sus presupuestos para 2013 (respecto del PIB), las tres cuartas partes son países en desarrollo (incluidos 21 de renta baja y 68 de renta media). La consolidación fiscal afecta a un 80 por ciento, aproximadamente, de los ciudadanos de los países en desarrollo y se espera que sus repercusiones se intensifiquen constantemente hasta 2015. Durante ese período, la magnitud de la contracción será importante, pues se espera que una cuarta parte, aproximadamente, de todos los países en desarrollo reduzcan el gasto por debajo de los niveles anteriores a la crisis.

Un examen de los debates sobre políticas de los 314 informes nacionales del FMI publicados desde 2010, como parte de una actualización completa del cambio mundial hacia la austeridad, muestra que donde más predominan muchas medidas de ajuste es en los países en desarrollo, cuyos ciudadanos son particularmente vulnerables a las consecuencias económicas y sociales de la austeridad.

La medida de ajuste más común, cuya adopción están sopesando 78 países en desarrollo, es la reducción de las subvenciones. Las deliberaciones al respecto van acompañadas con frecuencia –de hecho, en 55 de los países en desarrollo– de un debate sobre la necesidad de una red de seguridad social para compensar los costos mayores de los alimentos, la energía o el transporte para los ciudadanos más pobres.

Pero la formulación y la aplicación de un nivel mínimo de protección social requiere tiempo y los gobiernos no parecen dispuestos a esperar. En un momento en el que la necesidad de asistencia alimentaria es particularmente grande, algunos gobiernos han suprimido las subvenciones de los alimentos y otros han reducido las de los insumos agrícolas, como semillas, fertilizantes y plaguicidas, lo que obstaculiza la producción local de alimentos.

De forma similar, las reducciones y los límites de los salarios del sector público, aplicado actualmente por 75 países en desarrollo, amenazan con socavar la prestación de servicios a los ciudadanos, en particular en el nivel local de las zonas rurales, donde un solo maestro o una enfermera puede determinar si un niño recibe educación o atención de salud. Ese peligro se agrava, porque las autoridades de 22 países en desarrollo están examinando la posibilidad de aplicar reformas de la atención de salud y las de 47 países en desarrollo la posibilidad de hacer reformas del sistema de pensiones.

Por la parte de los ingresos, nada menos que 63 países en desarrollo están examinando la posibilidad de aumentar los impuestos al consumo, como,  por ejemplo, el impuesto al valor añadido, pero gravar los alimentos y los artículos domésticos básicos puede tener repercusiones desproporcionadas para las familias de ingresos bajos, cuya limitada renta disponible ya está muy reducida, y, por tanto, puede exacerbar las desigualdades existentes.

En lugar de reducir gastos, los dirigentes de los países en desarrollo deben centrarse en brindar oportunidades de empleo decente y mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos. Deben reconocer que la austeridad no los ayudará a lograr sus objetivos de desarrollo. Al contrario, los recortes del gasto perjudicarán a los ciudadanos más vulnerables, agrandarán las diferencias entre ricos y pobres y contribuirán a la inestabilidad social y política.

De hecho, los disturbios civiles ya van en aumento en todo el mundo en desarrollo. Desde la “primavera árabe” hasta las violentas protestas relacionadas con los alimentos  que han estallado en los últimos años por todos los países de Asia, África y Oriente Medio, las poblaciones están reaccionando ante los efectos acumulativos del omnipresente desempleo, los precios elevados de los alimentos y el deterioro de las condiciones de vida.

La nuestra no debe ser una época de austeridad; los gobiernos, incluso los de los países más pobres, tienen opciones para fomentar una recuperación económica que tenga en cuenta las necesidades sociales. Éstas son, entre otras medidas, la reestructuración de la deuda, el aumento de la progresividad de la fiscalidad (del impuesto sobre la renta de las personas físicas, del de bienes inmuebles y del de sociedades, incluido el sector financiero) y poner freno a la evasión fiscal, el recurso a paraísos fiscales y las corrientes financieras ilícitas.

En última instancia, la reducción de los salarios, los servicios públicos y los ingresos de los hogares obstaculiza el desarrollo humano, amenaza la estabilidad política, reduce la demanda y retrasa la recuperación. En lugar de seguir ateniéndose a las políticas que dañan más que benefician, las autoridades deben examinar la posibilidad de adoptar un planteamiento diferente y que contribuya, en realidad, al progreso social y económico de sus países.

Isabel Ortiz, Director of the Global Social Justice Program at the Initiative for Policy Dialogue, was a senior official at UNICEF, the United Nations Department of Economic and Social Affairs, and the Asian Development Bank. Matthew Cummins has worked at the UN Development Program, UNICEF, and the World Bank. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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