La pandemia de la credulidad

En la Grecia clásica, el Logos se impone al Mito. La ley –la sustancia o causa del mundo– de Heráclito gana la partida a un topos platónico que no mantiene buenas relaciones con el pensamiento racional y únicamente aspira a la persuasión o a obtener cierto grado de verosimilitud. Por eso, el método científico se aparta de intuiciones o principios generales que pueden ser ilusorias y conducir a deducciones falaces. Por eso, la ciencia moderna parte de hipótesis y teorías, susceptibles de refutación, de las que pueden extraerse leyes sujetas, en último término –todo es provisional–, a los dictados del gran libro de la Naturaleza. Logos y Ciencia, parafraseando a los clásicos, pueden trasladar al hombre a su edad adulta. Y la Ilustración –esa antorcha que alumbra una nueva época de la historia de la Humanidad– pretende instaurar en la Tierra el espíritu de las Luces –razón, ciencia, democracia, progreso– en detrimento de la superstición y la intolerancia. Eso parece cierto por repetido. Pero, no ha sido exactamente así.

Propiamente hablando, las cosas se torcieron pronto. Al respecto, no resulta difícil percibir que los períodos más relevantes de la historia del progreso científico –la época alejandrina, el Renacimiento, la revolución científica del XVII, el materialismo del XIX– tuvieron, por decirlo grosso modo, su réplica mítica en el estancamiento científico romano, en el neoplatonismo y el orientalismo y, en alguna medida, en la metafísica poskantiana. Y ahí está –del conocimiento a la política– el Reinado del Terror, cuando la Francia revolucionaria que debía exportar sus ideales emancipadores se sumerge en un baño de sangre, cuando las regiones rebeldes son devastadas, cuando los derechos del hombre y del ciudadano son sacrificados, cuando los propios ciudadanos son aniquilados, cuando se impone la verdad oficial bajo amenaza de ejecución. Y todo ello, decían, en nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.

¿Qué ocurre hoy? Al modo de la vieja disputa entre Logos y Mito, estamos asistiendo a la contienda entre el conocimiento y el contraconocimiento. Y al modo de lo que ocurrió en los orígenes del método científico, los supuestos principios generales, con sus consiguientes deducciones falaces, parecen imponerse no solo en cuestión de ciencia, sino también de economía y política. ¿Platón gana la partida a Heráclito? Por decirlo a la manera del sociólogo Damian Thompson (Los nuevos charlatanes, 2008), estamos ante una «pandemia de la credulidad». Muestras: la teoría conspirativa de la historia que atribuye los atentados del 11-S o el Sida al gobierno norteamericano o la CIA, la vacuna triple vírica como supuesta causa del autismo, el nutricionismo y las terapias alternativas como panacea universal frente a la enfermedad, la vuelta de la botica de la abuela con sus remedios mágicos, la descalificación apriorística de los transgénicos, el retorno del curandero, el regreso de las artes adivinatorias, la autoayuda como alternativa al pensamiento reflexivo. Todo eso ocurre en el siglo XXI. Y hay ejemplos ilustres: un personaje instalado perfectamente en la realidad como Steve Jobs, decidió –en un principio– atacar el cáncer con métodos alternativos; ya sabemos dónde le llevo su opción. Vivimos tiempos en que la superstición se presenta como científica, alcanza y afecta a personas informadas y cultas, se propaga por la Red a gran velocidad y funciona como un virus.

La pandemia de la credulidad también afecta a la economía y la política. Hablemos de la crisis económica, de la concepción de la democracia y del llamado «proceso de transición nacional» impulsado por el nacionalismo catalán. Contra toda evidencia, hay quien –populismo de manual– quiere superar la recesión y salir de la crisis sin llevar a cabo una reforma laboral, sin aumentar la competitividad, sin reducir el déficit, sin practicar la austeridad y la estabilidad presupuestarias, sin proceder a la recapitalización de la banca. Y hay quien se empeña en reclamar la «verdadera democracia» y rehabilita –puño en alto– la lucha de clases –la lucha de los de «abajo»– y la prédica antiliberal. ¿Qué afirman? Que la nuestra es una democracia burguesa que no responde ante los ciudadanos ni representa al pueblo. Por su parte, el nacionalismo catalán insiste en la existencia de un «principio democrático» según el cual Cataluña –por el hecho de ser «nación»– tendría el inalienable derecho a decidir libremente su futuro. Los primeros, apuestan por la «democracia avanzada»; los segundos, se obstinan en dar vida a la entelequia de un inexistente «derecho a decidir» que se ejercería más allá del marco jurídico legal característico de la democracia y el Estado de derecho. Principios ilusorios y deducciones falaces, decía al inicio de estas líneas. El Mito se impone al Logos.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué los herederos de la Ilustración y la Razón han generado esas falsas percepciones de la realidad con su correspondiente pandemia de la credulidad? Hipótesis que se complementan: 1) la hegemonía de la subjetividad en detrimento de la objetividad –característica del «yo» moderno– posibilita que el sujeto elija en qué creer y qué estilo de vida ha de llevar; 2) la persistencia de una concepción mágica de la realidad, abona la idea de un saber original que capacita al hombre para desvelar lo oculto; 3) la institucionalización y comercialización de un pensamiento lowcost –el pensamiento deviene una mercancía perfectamente empaquetada y distribuida– brinda una respuesta fácil, satisfactoria y económica para todo. A estas tres hipótesis –que darían cuenta y razón del contraconocimiento científico en sí–, hay que añadir otras dos que explicarían la extensión de la pandemia al campo de la economía, la concepción de la democracia y el «proceso de transición nacional» en Cataluña: 1) la difusión del antiliberalismo en su versión populista demoniza la economía de mercado y la democracia formal previamente asociadas a la idea de perversidad; 2) la vuelta del romanticismo filosófico y del narcisismo primario de las pequeñas diferencias, así como la emergencia del localismo egoísta, explicarían la deriva secesionista –el «chovinismo del bienestar», se ha dicho– en Cataluña. A todo ello hay que añadir una concepción grosera de la tolerancia que conduce al relativismo y la falta de sentido del límite que expande ilusoriamente el campo de lo posible.

Unos y otros –contraconocimiento, alternativos y nacionalistas– están poseídos por sus creencias. Y cuando la creencia se transforma en una pandemia de la credulidad que cuaja en una parte de la sociedad, la fe ciega, el integrismo y la intolerancia están servidas.

Justo en el preciso momento en que la Revolución francesa se presentaba en sociedad, Edmund Burke (Reflexiones sobre la revolución en Francia, 1790) escribió que «la gran brecha por la que se introdujo en el mundo la excusa de la opresión es la pretensión de un hombre para decidir sobre la felicidad del otro». Más de doscientos años después, el peligro –esa manía de «decidir la felicidad del otro», en palabras del escritor y político irlandés– subsiste. Y el gurú de nuevo cuño, el alternativo y el nacionalista que pretende romper la legalidad democrática y constitucional vigentes, siguen –como sentencia el clásico– con «sus tráfagos, sus cambios, su liviandad, sus lagrimillas, sus alteraciones, sus osadías, sus disimulaciones, su lengua, su engaño».

Miquel Porta Perales, articulista y escritor.

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