Las emociones no son fáciles de contener. Nos controlan mucho más de lo que nosotros las controlamos a ellas. Y, durante una pandemia, la emoción dominante, naturalmente, es el miedo.
Confrontada a un mundo que se siente (y es) más peligroso, complejo e impredecible a medida que pasan los días, la gente quiere estar protegida y que la tranquilicen a cualquier costo. Pero existe una línea delgada entre un retorno saludable a la noción de un estado protector y una evolución peligrosa hacia un Gran Hermano –por el cual terminamos abandonando nuestras preciadas libertades en aras de proteger nuestra salud aún más preciosa.
En términos más generales, el miedo es lo contrario de la esperanza. En un mundo de esperanza, la gente piensa que mañana será mejor que hoy. Pero, en un mundo de miedo, piensa que será peor. Desde esta perspectiva, Asia hoy parece ser el continente de la esperanza, mientras que Europa y Norteamérica son los continentes del miedo.
Consideremos las imágenes extremadamente contrastantes que hoy provienen de Italia y China. En Italia, la pandemia del COVID-19 está causando un sufrimiento aparentemente infinito, al punto de que los italianos hoy hablan de la crisis como de su 11 de septiembre. En China, por otro lado, los primeros días de la primavera han permitido que la gente regresara a las calles. Si bien todavía usan mascarillas, disfrutan del aire puro y del sol como si hubieran ganado la guerra contra el virus.
Es mejor ser prudente, por supuesto, porque el COVID-19 puede regresar a Asia, o tal vez no haya desaparecido por completo de la región. Pero Asia hoy –y en particular China, Taiwán, Corea del Sur, Hong Kong, Singapur y Japón- son un motivo de esperanza, y un modelo de lo que Occidente podría y debería haber hecho mucho antes para controlar la propagación del virus.
Las autoridades chinas vienen diciendo desde hace mucho tiempo que su sistema político autoritario y centralizado es superior a la democracia liberal occidental. Y ahora, por tercera vez en poco más de una década, están diciéndole a Occidente que nuestro sistema en verdad no funciona.
Luego de la crisis financiera global de 2008, China se apresuró a denunciar las fallas del capitalismo al estilo occidental. Y en 2016, el referendo del Brexit del Reino Unido y la posterior elección del presidente Donald Trump en Estados Unidos reforzaron la convicción de China de que la democracia funcionaba igual de mal.
Ahora, con la pandemia del COVID-19, el gobierno chino ofrece ayuda a una Europa atribulada y, al hacerlo, impulsa el poder blando de China. Por lo tanto, China no sólo está extendiendo su influencia global a través del comercio y la inversión, sino que también ofrece su protección a una Europa dividida y confundida.
La pandemia es mucho más desestabilizadora para Occidente porque a la duda le suma incertidumbre. El COVID-19 está resaltando una cultura de miedo ya existente en Occidente, y revelando fracturas más profundas, tanto al interior de Europa como entre Europa y Estados Unidos.
Mientras que China envía expertos médicos, mascarillas protectoras y respiradores a Italia y Francia, Estados Unidos, de manera abrupta y unilateral, se está cerrando a Europa, probablemente para compensar la primera negación del miedo, errática y confusa, de Trump. Mientras tanto, Europa le ha dado la espalda a Italia por tercera vez en poco más de una década –primero durante la crisis económica y financiera de 2008 que tuvo un impacto serio en el país, luego con la crisis migratoria que comenzó en 2014 y ahora limitando las exportaciones de productos médicos que se necesitan con urgencia.
¿Para qué sirve Europa si no protege a sus ciudadanos? Por cierto, la creciente desilusión de Italia y su distanciamiento de la Unión Europea probablemente sea mucho más grave para el futuro del proyecto europeo que la decisión del Reino Unido de abandonar la UE. En tanto Europa traiciona a Italia y Estados Unidos traiciona a Europa, la solidaridad europea y transatlántica cada vez más se asemeja a una reliquia de un pasado casi olvidado.
Por el contrario, las sociedades asiáticas pueden estar mejor preparadas para combatir la pandemia, porque han encontrado un mejor equilibrio entre lo individual y lo colectivo. No se trata de una cuestión de regímenes políticos. Después de todo, entre los países asiáticos que hasta ahora han manejado mejor la pandemia hay democracias como Corea del Sur, Taiwán y Japón, un país con instituciones democráticas y estado de derecho (Singapur) y un estado puramente autoritario (China).
La diferencia clave, en todo caso, es la práctica espontánea (o, en el caso de China, forzada) de valores cívicos en estas sociedades asiáticas. Usar una mascarilla protectora es mucho más común en Asia que en Occidente, no sólo porque hay mayor disponibilidad de mascarillas, sino también porque quienes las usan valoran la consideración y el respeto por la salud de los demás. La democracia sin una cultura cívica, un fenómeno común en Occidente, es una receta para el desastre en caso de una pandemia.
Sin embargo, la crisis del COVID-19 puede llegar a tener un impacto positivo en las democracias occidentales al reforzar la confianza en los expertos, y exponer y descalificar a los charlatanes. Si el miedo generalizado al virus alienta un comportamiento responsable y desacredita las voces populistas, sería una buena noticia para líderes como el presidente francés, Emmanuel Macron, y una mala noticia para líderes como Trump.
La pandemia del coronavirus sigue causando una cantidad terrible de víctimas en todo el mundo. Pero los historiadores dentro de un siglo probablemente la vean como un momento de inflexión que no sólo confirmó el ascenso de Asia sino que también, posiblemente, frenó la decadencia de Occidente.
Dominique Moisi is a special adviser at the Institut Montaigne in Paris. He is the author of La Géopolitique des Séries ou le triomphe de la peur.