La pandemia tendrá un impacto devastador en toda una generación de niños. Debemos mitigarlo ya

Niños ven una obra de teatro en Caracas, Venezuela, el 4 de noviembre de 2020. (Ariana Cubillos/AP Photo)
Niños ven una obra de teatro en Caracas, Venezuela, el 4 de noviembre de 2020. (Ariana Cubillos/AP Photo)

El cierre temporal, pero masivo, de los centros preescolares como consecuencia de la pandemia del COVID-19 ha llevado a cientos de millones de niñas y niños de todo el mundo a unas pérdidas sin precedentes en oportunidades de aprendizaje.

Así lo pone de manifiesto el primer estudio que estima las pérdidas ocasionadas por los cierres de programas preescolares por causa del COVID-19 publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

Como explica el estudio, al 1 de abril, los cierres de centros preescolares habían afectado ya a 175 millones de menores de cinco años en los 140 países analizados. Esto claramente no solo afecta el desarrollo infantil y el aprendizaje inmediato, sino que tendría efectos severos en la salud, ingresos y productividad de esta generación, limitando fuertemente sus oportunidades de futuro.

La simulación del BID incluye escenarios de cierre de centros preescolares durante tres, seis y 12 meses. Hoy ya se ha pasado el umbral de los seis meses de cierre en la mayoría de los países, por lo que las consecuencias significan pérdidas en los salarios futuros que equivalen al 5.5% del Producto Interior Bruto (PIB) en Perú, al 4.1% en México y al 3.5% en Jamaica. Las pérdidas agregadas para toda la región para cierres de seis y 12 meses representan entre 3.1 y 5.2%, y 6.3 y 10.5% del PIB, respectivamente.

De acuerdo con la literatura en economía, psicología y neurociencias, la primera infancia es una ventana única de oportunidad para invertir en capital humano. Y la misma Organización Mundial de la Salud afirma que los “desafíos afrontados por la población adulta (problemas de salud mental, obesidad/retardo en el desarrollo, enfermedades cardíacas, criminalidad, habilidad numérica y de lecto-escritura) tienen sus raíces en la primera infancia”, es decir, en el período desde el desarrollo prenatal hasta los ocho años de edad.

La primera infancia es un momento clave en el que se absorben cantidades ilimitadas de información y de estímulos fundamentales para el pleno desarrollo de una persona. Una adecuada atención y estimulación durante ella supone una oportunidad para el futuro de las personas y es una de las claves para terminar con la pobreza intergeneracional. Por ello, interrumpir la estimulación infantil provista mediante servicios de cuidado y preescolares, puede profundizar las inequidades preexistentes en muchos países de América Latina y el Caribe.

La desnutrición también corre el riesgo de aumentar. De acuerdo con la revista médica The Lancet, un estimado de 6.7 millones más de menores de cinco años en el mundo sufrirían de desnutrición aguda durante los primeros 12 meses de la pandemia. Debido a un aumento de la pobreza en el hogar y a la pérdida de programas alimenticios de los preescolares, las familias pueden pasar de la educación privada a la pública, sobrecargando al sector público y causando un deterioro de la calidad si no se toman medidas a tiempo. Además, mayores índices de estrés, abuso doméstico y violencia contra las niñas, niños y quienes les cuidan pueden hacer que las familias y los hogares sean entornos menos hospitalarios para la primera infancia. Los centros preescolares o jardines de infantes sirven muchas veces de referencia para servicios de salud, salud mental, violencia y alimentación, con lo que los impactos de estos cierres son multidimensionales y van más allá del impacto en el desarrollo infantil o el aprendizaje futuro.

La pandemia está afectando igualmente la salud mental de los cuidadores debido a un cambio de las dinámicas familiares, a una división desigual de las tareas domésticas y de cuidado, y a la ansiedad que puede generar la conciliación familiar, las pérdidas de ingresos o los riesgos sanitarios. Los cierres de preescolares ponen una presión adicional en quienes les cuidan, al no poder contar con un ámbito seguro de protección. Luego de décadas de grandes avances en la participación laboral femenina, ya existen estadísticas de muchas mujeres teniendo que abandonar la fuerza laboral para ejercer el rol de promotoras únicas del desarrollo de sus hijas e hijos pequeños.

Los legisladores y las autoridades públicas deben articular medidas que mitiguen las consecuencias negativas de todos estos aspectos, incluyendo la reapertura progresiva y diferenciada de los servicios presenciales de primera infancia. Las políticas públicas tienen que, en particular, proveer servicios diferenciados para aquellos niños que se encuentran en situación de pobreza y que, previsiblemente, estarán más expuestos a las pérdidas, así como alcanzar también los padres, madres y cuidadores, que tienen un rol definitorio en la formación y educación de infantes.

El panorama de preocupación exige definir y consolidar mecanismos de apoyo gubernamental y priorizar acciones que den continuidad a los procesos de desarrollo y de aprendizaje desde los servicios de atención a la primera infancia. Otra publicación del BID recopiló recientemente buena parte de las respuestas puestas en práctica a corto plazo en América Latina para ofrecer, en la medida de lo posible, atención personalizada a la primera infancia y, asimismo, propone otras para afrontar los desafíos de cara al futuro.

Ahora que la mirada está puesta en el tránsito hacia la nueva normalidad, los países de América Latina y el Caribe deben concentrarse de manera urgente en el apoyo y protección de las niñas, los niños y sus cuidadores para tratar de mitigar los impactos negativos de la pandemia sobre la niñez.

Ferdinando Regalia es jefe de la división de Salud y Protección Social del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Florencia López Boo es economista líder de la división de Salud y Protección Social del BID.

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